miércoles, 24 de noviembre de 2010

FINAL- 2010


MODALIDAD: individual ( quienes han aprobado con 7 0 más la cursada defiende el trabajo, los promedios inferiores defienden el trabajo y se les hará preguntas de todo el programa- los temas dados ). Los estudiantes libres deben entregar el trabajo y presentarse a examen oral y a escrito
FECHA DE ENTREGA: una semana antes de presentarse al examen final


-Realizar un análisis de uno de los siguientes textos:
La muerte de Artemio Cruz, Carlos Fuentes
El entenado, Juan José Saer

- Tener en cuenta las siguientes problemáticas.

- Tiempo (de la historia, la novela)
- Espacio
- Identidad y latinoamericanismo



Recomendaciones:
La redacción del texto deberá guardar las características de un texto académico:a) Estructura temáticab) Coherencia interna: relación entre los aspectos consideradosc) Consistencia interna: correcto orden en las proposiciones.
d) Articulación con otros textos del programa que presenten una problemática similar .Sobre las citas:El trabajo no debe constituirse en un conjunto de numerosas citas textuales de autores, sino, en general, debería parafrasearlos citando los autores de referencia al interior del texto y argumentar a favor del mismo o en disidencia. Las citas sólo se usan cuando tienen tal grado de comunicación relevante que son insustituibles.
Se considera que un trabajo ha logrado un nivel de conceptualización significativo cuando presenta:a) Organización jerárquica de la información: organización coherente y progresiva de la informaciónb) Desarrollo argumental: claridad en el planteo de problemas, análisis de la información adecuada; argumentos, contra argumentos y discusiones.


Diseño formal:La presentación del trabajo deberá ajustarse a las normativas que se sugieren a continuación:Estructura formal de la presentación:1. Página de tapa (Portada):Nombre y apellido del alumno/aNombre de la MateriaTítulo del trabajo.Fecha de presentación (día/mes/año)Se presenta en página aparte al comienzo del trabajo.2. IntroducciónAquí se presentará el tema, enunciando el propósito del texto y esbozando el recorrido que el autor se propone realizar.
3. DesarrolloConstituye la presentación del desarrollo argumental del tema. Puede presentar subtítulos.
4. ConclusionesEste apartado deberá presentar las conclusiones que se deriven del recorrido teórico desarrollado.

5. BibliografíaSe presenta al final del trabajo


Extensión del trabajo: 7-10 carillas A4, letra Arial 11, interlineado 1,5 líneas


domingo, 31 de octubre de 2010

"Calibán, icono del 98- Carlos Jauregui


"Calibán, icono del 98
A propósito de un artículo de Rubén Darío" (1)

Para Lucas

1898 fue un año fundamental en la redefinición de la identidad latinoamericana por los intelectuales de fin de siglo. El "destino manifiesto," la aplicación heterodoxa (2) de la doctrina Monroe y la tesis expansiva de Frederick Jackson Turner sobre las fronteras (1893), amenazaban no sólo a las Antillas; los intereses de los Estados Unidos (para usar la expresión de Teodoro Roosevelt) crecían en Centroamérica de manera peligrosa para la soberanía de sus repúblicas y la experiencia de Cuba ese año confirmaba los peores temores de la generación modernista. México, Cuba, Puerto Rico y Filipinas eran —en el momento cumbre del imperialismo expansionista que alcanzaría a Panamá unos años más tarde— los nombres de una geografía territorial, cultural y económica, inestable. En este contexto podemos leer la fiebre verbal y el arrebato hispánico de los modernistas que, confiados en el poder de la letra, declaraban (en términos Norte / Sur) la identidad continental de la que Martí llamó "Nuestra América" y Darío la "Unión latina."

La comprensión del momento se intentó nombrando la amenaza de diversas formas: utilitarismo, materialismo, barbarie, vulgaridad democrática, y oponiéndole el hispanismo (3) en sus versiones moral, racial y lingüística. Los referentes simbólicos de sus discursos fueron idílicos lugares comunes: la invocación de valores espirituales e idealistas, la latinidad que hacía a América "hija de España," "sobrina de Francia" y "nieta de Roma," y la lengua, que permitía la conexión con el pasado español.

El personaje Calibán de La tempestad (1611) de William Shakespeare, icono canonizado por José Enrique Rodó en su ensayo Ariel (1900), sirvió para la composición utópica del imaginario histórico en un presente conflictivo e inasible, y para impugnar el materialismo vulgar de los nuevos tiempos (4). La apropiación latinoamericana de los personajes del drama (Calibán, Ariel, Miranda, Próspero) es, sin embargo, generacional, modernista; antes de que la propusiera Rodó estaba ya en el imaginario de la época. Esta breve nota quiere introducir uno de los documentos que da cuenta de ello, un artículo de Rubén Darío que quedó más o menos sepultado entre su prosa periodística y que ha sido descuidado por la crítica (5): "El triunfo de Calibán" aparecido en El Tiempo de Buenos Aires (20 de mayo de 1898) y en El Cojo Ilustrado de Caracas (1 de octubre de 1898).

Dos años antes que Rodó lo hiciera, Darío —un Darío de 1898, visto tradicionalmente como el escapista y esteta de la "torre de marfil"— usaba con una retórica frontal la oposición Ariel / Calibán en su condena a los Estados Unidos, a propósito de la guerra de Cuba (6). Rodó, empero, establece una genealogía francesa (Ernest Renan) en la que no se halla Darío (7), ni tampoco el franco-argentino Paul Groussac, director de la Biblioteca Nacional, de quien —se dice— él y Darío habrían tomado la idea. Algunas exposiciones, en efecto, tienden a darle ese papel central a Groussac, lo cual es menester aclarar. El 2 de mayo de 1898, en el teatro La Victoria, en un evento patrocinado por el Club español de Buenos Aires a raíz de la guerra entre los Estados Unidos y España, Groussac se había referido a la agresión "yankee," y al cuerpo monstruoso (calibanesco) de los Estados Unidos, en medio de sus reflexiones sobre las bondades de la Conquista, las excelencias de la literatura española, y la observación sobre inmadurez de Cuba para la independencia [!]:

en el umbral del siglo XX ella [la civilización latina] mira erguirse un enemigo más formidable y temible que las hordas bárbaras. . . desde la guerra de Secesión y la brutal invasión del Oeste, se ha desprendido libremente el espíritu yankee del cuerpo informe y 'calibanesco'; . . . Esta civilización, embrionaria e incompleta en su deformidad, quiere sustituir la razón con la fuerza. . . No tiene alma, mejor dicho: sólo posee esa alma apetitiva que en el sistema de Platón es fuente de las pasiones groseras y de los instintos físicos (negrillas fuera del texto, Viaje intelectual 100, 101).

Antes de la publicación de Ariel y casi simultáneamente con la referencia citada de Groussac, Darío reintrodujo en "El triunfo de Calibán" el "personaje metáfora" que le permitiría articular ese alegato desgarrado en favor de una idílica cultura hispánica fundada en valores espirituales, contra el modelo igualitario y capitalista de los Estados Unidos (8). Cuatro años antes de los eventos del teatro La Victoria y del artículo que se publica, Darío ya había adelantado a Calibán en su semblanza de Edgar Allan Poe publicada en la Revista Nacional (9) en enero de 1894, que incluyera luego en Los raros (1896). Al comienzo de ésta hace un recuento de su viaje a la ciudad New York (1893) que recuerda bajo el acaloramiento y disgusto que le causaba "la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa. . . capital del cheque" (14, 15), y anticipa al Calibán de su artículo de 1898:

"esos cíclopes..." dice Groussac; "esos feroces calibanes..." escribe Peladan. ¿Tuvo razón el raro Sãr al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco (10), en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de whisky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es Legión. Si por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos, algún ser de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces Calibán mueve contra él a Sícorax, y se le destierra o se le mata. Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte. . . . Poe, como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario (16,17,19).

David Allen (386) supone que "Chicago: la ciudad y la exposición" en Del Plata al Niágara (1897) de Groussac habría influido la nota sobre Poe de Darío. Según él, ese capítulo fue publicado en 1883 en un periódico —que no cita— en Buenos Aires. Aunque el texto está fechado en Octubre de 1883 y la hipótesis de Allen es interesante y muy probable, la noticia de publicación que tenemos es la de la edición de 1897 (Canter 12). Aún aceptando que el capítulo de Groussac hubiera sido publicado antes, la mención que allí aparece está referida a la belleza de Chicago que llama "canibalesca" (345), lo que de cualquier manera no tiene el alcance de la oposición binaria Ariel / Calibán; además. . . ¿No ignoraríamos que Darío declara a Peladan como su fuente cuando dice: "'esos feroces calibanes...' escribe Peladan"?

El Sãr, Joséphin Peladan (1858-1918), a quien Darío "leía con particular devoción" (Arciniegas 315), fue un novelista y ocultista francés en la corriente angelista (opuesta al Satanismo) y fundador de la orden Rose-Croix (1892), que gozaba de gran prestigio entonces (Pincus 2-9). Peladan había profetizado el triunfo del materialismo (Arellano 1996: 85) y de allí la conveniencia y pertinencia de la adopción de ese ícono que coadyuvaba la oposición al positivismo científico y al materialismo . La declaración de Darío sobre su fuente es clara y le queda a la crítica el rastreo de ese Calibán, hijo putativo de América, del espiritismo francés y de las ciencias ocultas a las que fue propenso el Modernismo (11).

Darío, se dijo, poco le debería en todo caso a la mención pasajera de Groussac sobre Chicago, aún en el caso de haber sido ésta publicada antes de 1894. Me inclino a pensar que hubo cierta simultaneidad en el uso de una metáfora afrancesada que estaba en el ambiente. Ahora bien, si se acepta como probable la deuda de Darío con Groussac, no sucede lo mismo con la supuesta influencia de Renan; no tenemos indicios que permitan una lectura extensiva de las fuentes de Ariel como si fueran las mismas de "El triunfo de Calibán."

"El triunfo de Calibán" fue reescrito a partir del texto de Los raros sobre Poe que, como se anotó, parece tener raíces en el espiritismo francés. Rodó, por su parte, no obstante que conoció Los raros (Balseiro 121) y muy probablemente había leído "El triunfo de Calibán" antes de escribir su Ariel, no menciona a Darío. Renan le sirve de autoridad "mejor" que el nicaragüense. Por otra parte aunque ambos ensayos tienen como presupuesto "los valores de la latinidad," el de Rodó difiere por su tono reposado y porque en él la oposición Ariel / Calibán es menos explícita. Ariel "presupone la amenaza de Calibán" (Ramos 217) pero no la hace manifiesta; el genio del aire se opone casi tácitamente a un escasamente mencionado Calibán.

El texto sobre Poe en Los raros contiene la mayoría de las asociaciones del alegato del 98: el "yankee" es el monstruo Calibán, un ser moralmente inferior que sucumbe al vicio de la bebida (12), y que reemplaza la razón con la fuerza, en contraste con Ariel que representa las alturas del espíritu; la bestia encarna el materialismo, una forma satánica del mal ("su nombre es Legión (13)") vinculada al modelo norteamericano cuyas ciudades son emblemáticas de la "civilización barbara" (oxímoron que conjuga los extremos de la proposición de Sarmiento); Miranda aparece como un eterno femenino virginal / maternal que extiende sus brazos al idealismo (14) "latino"; y por último, las excepciones confirman la regla: Poe y Lanier (quien "se salva "por la gota latina que brilla en su nombre") se baten contra —y existen a pesar de— un medio corrupto que ha quebrado la aristocracia del espíritu.

El discurso elitista de la crisis finisecular modernista no pensó la época fuera del antipragmático y aristocrático manifiesto de la latinidad. Esta visión del imperialismo "como una contradicción a la tradición hispánica, y un ataque a los fueros de la intelligentsia elevada por encima de la masa" (Moraña 67), es un síntoma del desencuentro de estos intelectuales con la modernidad (parafraseando una expresión de Julio Ramos) y una marca de los límites de su lectura de la cultura y la historia. Al nombrar su causa de identidad como la de la raza latina, acudían a una idea racista, de factura francesa y paradójicamente diseñada en el proceso de constitución del "botín americano (15)" que se disputaban potencias como Inglaterra, Francia y Los Estados Unidos, esos gigantes con botas de siete leguas —como decía Martí en 1891— que libraban una "pelea de cometas en el cielo" y que iban "por el aire dormido engullendo mundos" ("Nuestra América" 6: 15). A esta contradicción debe sumarse, en el caso de Darío, la inconstancia de la beligerancia espiritual "latina" contra el "imperio de la materia" y la "apoteosis del puerco" yankee; el latinismo que en 1898 concluye: "¡Miranda preferirá siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu; y todas las montañas de piedras, de hierros, de oros y de tocinos, no bastarán para que mi alma latina se prostituya a Calibán!," no resiste la lectura de los versos de "Salutación al águila" (1907): "Tráenos los secretos de las labores del Norte, / y que los hijos nuestros dejen de ser los rétores latinos / y aprendan de los yanquis la constancia, el vigor, el carácter."

Tres paradojas adicionales pueden ilustrar los límites del discurso calibánico del 98:

1. En el "El triunfo de Calibán" Darío insiste repetida y pródigamente en imágenes de consumición:

comedores de carne cruda. . . Comen, comen. . . la asechanza de la boca del bárbaro. . . el peligro que entrañan esas mandíbulas de boa todavía abiertas tras la tragada de Tejas; la codicia del anglosajón, el apetito yankee. . . ¿Qué diría hoy el cubano [Martí] al ver que so calor de ayuda para la ansiada Perla, el monstruo se la traga con ostra y todo?. . . Mas he ahí que del norte, parten . . . bocas absorbentes. . . a la vista está la gula del Norte, etc.

En "Invasión anglosajona: Centroamérica yanqui" (1902) denunciará de nuevo el apetito de los Estados Unidos justo antes de la intervención en Panamá y temiéndola en Nicaragua:

Un ministro de la República de Nicaragua —el señor Gómez— decía al célebre escritor colombiano Vargas Vila: "Que los americanos nos han de comer, es un hecho. No nos queda más que escoger la salsa con que hemos de ser comidos" (Escritos dispersos 142).

Sin embargo Darío, que tenía frente a sí esta imagen del imperio voraz, no relacionó a Calibán con el concepto o término "caníbal," más acorde con el campo léxico de su caracterización de los Estados Unidos. El anagrama, que suponemos obvio, no lo era tanto para Darío, o no del todo.

2. La resistencia humanista a la consolidación del poder hegemónico norteamericano y al imperialismo no encuentra un ícono en Calibán, como sucederá posteriormente con la avanzada contracolonial en el Caribe (Lamming, Cesaire, Fernández-Retamar). Darío y Rodó no se reconocen en el monstruo colonizado que maldice al usurpador, sino en Ariel (16).

Calibán maldice a Próspero en un gesto de rebeldía maniatado por el poder del invasor; Darío en 1898 se sabe, o se declara, sujeto de un heroísmo de la inutilidad, pero no reconoce en sus palabras el drama calibánico:

Pero hay quienes me digan: "¿No ve usted que son los más fuertes? ¿No sabe usted que por ley fatal hemos de perecer tragados o aplastados por el coloso? ¿No reconoce usted su superioridad?" Sí, ¿cómo no voy a ver el monte que forma el lomo del mamut? Pero ante Darwin y Spencer no voy a poner la cabeza sobre la piedra para que me aplaste el cráneo la gran Bestia. . .; pero no he de sacrificarme por mi propia voluntad bajo sus patas, y si me logra atrapar, al menos mi lengua ha de concluir de dar su maldición última, con el último aliento de vida.

Darío dirige su "panfleto cultural" (17) contra los Estados Unidos, no contra España (18) y, en este sentido, la identificación con Ariel, el sirviente del Próspero, es coherente con el papel instrumental del intelectual defensor de los intereses peninsulares.

3. De la pluma de Martí obtuvo Darío el material de una lectura intensa de los Estados Unidos (el lector de "El triunfo de Calibán" notará cierta intertextualidad, por ejemplo en los juicios severos a Blaine y a Gould), pero su defensa de España en las condiciones de ese momento era un alegato contra Cuba y contra la herencia política del cubano, pese a los golpes de pecho al final del texto (19).

Arturo Andrés Roig, hablando de Martí, Hostos, Darío y Rodó, dice que el discurso del 98 americano no es

expresado en lo que en la Península se llamó "literatura del desastre" o de la "decadencia española", expresión de la frustración histórica, de sentimientos injustificados de desaliento y derrota. ¿Cómo iban a lamentar los caribeños el fin de un imperio? Lo que sí habían de lamentar y lamentamos todavía, fue el remplazo de aquel por otro (135, 136).

Por lo que respecta a "El triunfo de Calibán" no se puede aceptar la tesis de Roig; ese discurso antiimperialista prestaba un servicio instrumental a la política exterior española (20) y su simpatía por la causa martiana es apenas sentimental: "Y yo que he sido partidario de Cuba libre, siquier fuese por acompañar en su sueño a tanto soñador y en su heroísmo a tanto mártir, soy amigo de España en el instante en que la miro agredida por un enemigo brutal." Darío lamenta el surgimiento del nuevo imperio, es cierto, pero no deja de hacer lo mismo por el fin del anterior.

Estos límites de la metáfora —el que no relacione Calibán / Caníbal, que no asocie Calibán / América, y/o que no extienda el "escenario conceptual" de La tempestad a España— pueden tener relación causal con las pobres herramientas del humanismo burgués para entender su tiempo allende su espiritualismo antipragmático, por ejemplo en términos económicos. Lo que se ha indicado respecto de Ariel, es decir, que no se detuvo en "las causas político-económicas del fenómeno imperialista" sino que se quedó en la resistencia axiológica programática (Moraña en Iñigo 660), puede bien hacerse extensivo a "El triunfo de Calibán."

La posición problemática de esta generación tiene su nudo en la pérdida de autoridad de su quehacer letrado y en el correspondiente intento por legitimar la literatura en la medida de su resistencia a los flujos de la modernización (Ramos 10), al tiempo que —para defender a una potencia decadente contra una emergente—, se permitía retozos eurocéntricos (21) como la construcción de un discurso de identidad con fuentes ideológicas en Shakespeare, en los ideólogos del imperialismo francés, o, en el mejor de los casos, en sus espiritistas.

Por ello Groussac, sin rubor, habla de la inmadurez de Cuba para la independencia y Darío trae a su monólogo a una España vetusta y no a la que libró una guerra contra los cubanos y que, de alguna manera, con su insistencia en conservar las colonias, sirvió a Cuba en bandeja a la intervención de los Estados Unidos: "la España que yo defiendo —decía— se llama Hidalguía, Ideal, Nobleza; se llama Cervantes, Quevedo, Góngora, Gracián, Velázquez; se llama el Cid, Loyola, Isabel; se llama la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América." Obviaba la España que hizo de la población civil de la isla un objetivo militar en la campaña de tierra arrasada del general español Valeriano Weyler en 1896.

"El triunfo de Calibán," en conclusión, tiene un valor representativo de los debates de la época y del imaginario del 98, de los alcances y límites del discurso frente a la modernidad, el imperialismo y la identidad continental, e indica el rumbo de la imaginación histórica generacional del fin de siglo. Cuando Rodó escribe su ensayo interpelando en su dedicatoria a "la juventud de América" parece mirar al futuro; en realidad cerraba, bajo el ropaje de propuesta de un deber ser, una época en agonía. Detrás de la grandilocuencia de ese texto, y de la vehemencia enconada del de Darío, estaba la misma frustración e impotencia, la de una generación que hizo un discurso utópico en las puertas de su Apocalipsis.

Carlos Jáuregui
University of Pittsburgh

Bibliografía

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Notas

  • Este artículo "Calibán: ícono del 98. A propósito de un artículo de Rubén Darío" y "El triunfo de Calibán" de Ruben Darío (Edición y notas) fueron publicados en Balance de un siglo (1898-1998). Número Especial, Coordinación de Aníbal González. Revista Iberoamericana 184-185 (1998): La investigación fue auspiciada por el Center for Latin-American Studies de la University of Pittsburgh. Agradezco los comentarios y sugerencias de Mabel Moraña.

  1. Esta breve nota sobre un momento (el modernista de Darío) en el itinerario laberíntico de Calibán en Latinoamérica se inscribe en un trabajo más amplio sobre las metáforas de identidad en el continente.

  2. Me refiero a la aplicación a la ofensiva iniciada por el Secretario de Estado James G Blaine, bajo la administración Garfield (1881-1883) durante la cual se decidió una nueva concepción de la doctrina Monroe en el marco de la carrera imperialista entre las potencias por territorios y mercado. Blaine ocupó el mismo puesto durante la presidencia de Harrison (1889-1893) y delineó allí los objetivos comerciales (y militares) de los Estados Unidos en el Caribe y Suramérica. Para una lista de los ideólogos del imperialismo norteamericano en la década de 1890 ver Daniel Rodríguez (5-21).

  3. El Pan-hispanismo desde mitad del siglo XIX le hacía juego a la nostalgia imperial peninsular (Reid 123) como la idea de la latinidad al liderazgo político internacional francés (ver nota 14).

  4. Para Fernández-Retamar, Calibán funciona como un "concepto-metáfora" (Spivak) o "personaje conceptual" (Deleuze y Guattari), ("Adios a Calibán" 79).

  5. Hacen menciones y referencias al texto: Arciniegas (315), Arellano (1982, 106; 1996, 83), Allen (387-89), Balseiro (120-21), Castells (165), Castro-Morales (en Rodó 152), Reid (195), Rodríguez-Monegal (80), Vaughan (147), Zabala (92-107), etc. De estos trabajos, el de Balseiro (1967) y el de Iris Zavala (1992), son los más extensos en su análisis.

  6. El 11 de abril el presidente William McKinley solicitó autorización al Congreso (obtenida días después) para intervenir en Cuba "para parar la guerra" entre España y los independentistas cubanos que la tenían prácticamente ganada.

  7. Así mismo ocurrió en el ensayo de Fernandez-Retamar, aunque una nota a pie de página aparecida en la edición de 1995 corrige la omisión (33).

  8. Recurrirá de nuevo a este motivo, aunque sin la centralidad del ensayo del 98, en "Los anglosajones" de Peregrinaciones: "Entre esos millones de Calibanes nacen los más maravillosos Arieles" (en Balseiro 126). El calibanismo es una clave de lectura de una serie de artículos y poemas que incluyen entre otros textos: "D.Q." (1899), "La invasión de los bárbaros del norte" (1901), "Invasión anglosajona: Centroamérica yanqui" (1902), "A Roosevelt" (1905) y "Salutación al Aguila" (1907).

  9. Arellano refiere esta publicación temprana (1996: 28).

  10. Esta alusión coincide con la de Groussac en Del plata al Niágara (1897) en donde llama a Chicago Porcópolis (298).

  11. Sobre esta relación, la credulidad de la época, y en especial la de Darío, ver "Espiritismo y modernismo" (Gullón en Schulman 86-122).

  12. A Calibán sólo lo doblega el vino que Esteban y Trínculo usan para domesticarlo (2024-25) y bajo cuya influencia los cree dioses convirtiéndose en "¡el más crédulo de los monstruos!" (2026) dispuesto a lamer los zapatos de Esteban (2029).

  13. Marcos 5:9.

  14. En el artículo del 98 dice: "Miranda preferirá siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu."

  15. El Panlatinismo en la segunda mitad del siglo estaba ligado a los intereses de la política exterior francesa que quería colocarse al frente de los países latinos y hacer contrapeso a las "naciones anglosajonas." Desde la década de 1850 esa idea tuvo defensores como Michel Chevalier (1806-1879) y Ernest Renan (1823-1892) que habían impulsado un modelo geoideológico que legitimaba la expansión económica de Francia y su patronazgo cultural. En Suramérica la idea resurge a partir de la década 1880 y es usada por los modernistas contra los Estados Unidos (Phelan 5-21).

  16. Darío probablemente no estaba al tanto, o no le interesaba, la lectura romántica de La tempestad hecha por William Hazlitt (1818) —a raíz de una discusión con Coleridge sobre la imputación que éste hiciera a los Jacobinos de ser usurpadores, bárbaros y calibanes— en que cuestionó el derecho del invasor "civilizado" y afirmó el derecho a resistir que asistía a Calibán, "the legitimate sovereign of the isle," contra "Prospero and the rest of the usurpers" (3: 207).

  17. Jameson usa esta expresión al hablar del "Calibán de Fernández-Retamar (6).

  18. Darío por momentos está respecto a Fernández-Retamar más cerca de lo que pudiera pensarse. Tiene una diferencia de tropos pero el sentido de su alegato es direccionalmente paralelo: el reclamo de una identidad y unidad latinoamericana, opuesta a la intervención y avance de los Estados Unidos.

  19. Esas simpatías pueden rastrearse en las celebraciones del "Descubrimiento" en las que él participó Darío en 1892.

  20. También puede pensarse en otros intereses como los del proyecto liberal Argentino que tenía la pretensión de erigir una potencia en el sur del continente: "Saenz Peña, el argentino cuya voz en el Congreso panamericano. . . demostró en su propia casa al piel roja que hay quienes velan en nuestras repúblicas por la asechanza de la boca del bárbaro." Esta lógica del contrapeso se repite en "A Roosevelt:" "Apenas brilla, alzándose, el argentino sol."

  21. Martí había denunciado este pensar en francés o en inglés o en el caso del ensayo que nos ocupa, pensar a Cuba desde Madrid ("Nuestra América" 6: 15-23).








Rubén Darío

Nuestros textos escolares llaman siglos de oro al XVI y al XVII; Juan Ramón Jiménez decía que eran de cartón dorado; más justo sería decir: siglos de la furia española. Con el mismo frenesí con que destruyen y crean naciones, los españoles escriben, pintan, sueñan. Extremos: son los primeros en dar la vuelta al mundo y los inventores del quietismo. Sed de espacio, hambre de muerte. Abundante hasta el despilfarro, Lope de Vega escribe mil comedias y pico; sobrio hasta la parquedad, la obra poética de San Juan de la Cruz se reduce a tres poemas y unas cuantas canciones o coplas. Delirio alegre o reconcentrado, sangriento o pío: todos los colores y todas las direcciones. Delirio lúcido en Cervantes, Velásquez, Calderón; laberinto de conceptos en Quevedo, selva de estalactitas verbales en Góngora. De pronto, como si se tratase del espectáculo de un ilusionista y no de una realidad histórica, el escenario se despuebla. No hay nada y menos que nada: los españoles viven una vida refleja de fantasmas. Sería inútil buscar en todo el siglo XVIII un Swift o un Pope, un Rousseau o un Laclos. En la segunda mitad del siglo XIX surgen aquí y allá tímidas manchas de verdor: Bécquer, Rosalía de Castro. Nada que se compare a Coleridge, Leopardi o Holderlin; nadie que se parezca a Baudelaire. A fines de siglo, con idéntica violencia, todo cambia. Sin previo aviso irrumpe un grupo de poetas; al principio pocos los escuchan y muchos se burlan de ellos. Unos años después, por obra de aquellos que la crítica seria había llamado descastados y "afrancesados", el idioma español se pone de pie. Estaba vivo. Menos opulento que el siglo barroco, pero menos enfático. Más acerado y transparente.

El último poeta del período barroco fue una monja mexicana: Sor Juana Inés de la Cruz. Dos siglos más tarde, en esas mismas tierras americanas, aparecieron los primeros brotes de la tendencia que devolvería al idioma su vitalidad. La importancia del modernismo es doble: por una parte dio cuatro o cinco poetas que reanudan la gran tradición histórica, rota o detenida al finalizar el siglo XVII; por la otra, al abrir puertas y ventanas, reanimó el idioma. El modernismo fue una escuela poética; también fue una escuela de baile, un campo de entrenamiento físico, un circo y una mascarada. Después de esa experiencia el castellano pudo soportar pruebas más rudas y aventuras más peligrosas. Entendido como lo que realmente fue --un movimiento cuyo fundamento y meta primordial era el movimiento mismo-- aún no termina: la vanguardia de 1925 y las tentativas de la poesía contemporánea están íntimamente ligadas a ese gran comienzo. En sus días, el modernismo suscitó adhesiones fervientes y oposiciones no menos vehementes. Algunos espíritus lo recibieron con reserva: Miguel de Unamuno no ocultó su hostilidad y Antonio Machado procuró guardar las distancias. No importa: ambos están marcados por el modernismo. Su verso sería otro sin las conquistas y hallazgos de los poetas hispanoamericanos; y su dicción, sobre todo allí donde pretende separarse más ostensiblemente de los acentos y maneras de los innovadores, es una suerte de involuntario homenaje a aquello mismo que rechaza. Precisamente por ser una reacción, su obra es inseparable de lo que niega: no es lo que está más allá sino lo que está frente a Rubén Darío. Nada más natural: el modernismo era el lenguaje de la época, su estilo histórico, y todos los creadores estaban condenados a respirar su atmósfera.

Todo lenguaje, sin excluir al de la libertad, termina por convertirse en una cárcel; y hay un punto en el que la velocidad se confunde con la inmovilidad. Los grandes poetas modernistas fueron los primeros en rebelarse y en su obra de madurez van más allá del lenguaje que ellos mismos habían creado. Preparan así, cada uno a su manera, la subversión de la vanguardia: Lugones es el antecedente inmediato de la nueva poesía mexicana (Ramón López Velarde) y argentina (Jorge Luis Borges) ; Juan Ramón Jiménez fue el maestro de la generación de Jorge Guillén y Federico García Lorca; Ramón del Valle Inclán está presente en el teatro moderno y lo estará más cada día... El lugar de Darío es central, inclusive si se cree, como yo creo, que es el menos actual de los grandes modernistas. No es una influencia viva sino un término de referencia: un punto de partida o de llegada, un límite que hay que alcanzar o traspasar. Ser o no ser como él: de ambas maneras Darío está presente en el espíritu de los poetas contemporáneos. Es el fundador.

Tomado de Octavio Paz "El Caracol y la Sirena", Cuadrivio, Editorial Joaquín Mortiz, S. A. , México, 1964.

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jueves, 7 de octubre de 2010

LA IDENTIDAD COMO POETICA DE LA EXISTENCIA-Gustavo Leyva



Ya algunos pensadores como José Gaos se preocuparon por comprender a Latinoamérica como una entidad no tanto geográfica sino más bien social, cultural e histórica, situada en el interior de Occidente y no fuera de éste ni mucho menos opuesta a él. Occidente constituye así un marco de referencia ineludible para todo aquel que se ocupe en precisar la peculiaridad de aquéllo que deba entenderse por "filosofía latinoamericana" (2). Debe destacarse en este sentido que los movimientos de independencia política y cultural con respecto a España y Portugal ocurridos a lo largo del siglo XIX, ejercerían una enorme influencia en la conformación de la filosofía y el pensamiento latinoamericanos. Estos movimientos estuvieron, entre otras cosas, animados por la búsqueda y definición de la identidad. Al interior - y como momento reflexivo de tales procesos surgiría una línea de pensamiento filosófico que se articularía no tanto en la forma sistemática que caracterizara a las grandes construcciones intelectuales de la tradición filosófica occidental, sino, más bien, de manera asistemática y/o antisistemática, al margen de toda suerte de pretensiones trascendentes y de fundamentaciones últimas. Se trata de un pensamiento que, en estrecha relación con la literatura, se ocupará de articular una reflexión a partir de los problemas planteados en ese momento por la historia, en particular aquéllos relativos a la identidad latinoamericana y su diferencia con respecto a la cultura y la historia de Europa occidental. Desde entonces, esta interrogación en torno a la identidad no ha cesado de plantearse una y otra vez en la filosofía y el pensamiento latinoamericanos.


La reflexión latinoamericana sobre la identidad ha cristalizado en obras ensa-yísticas de gran relevancia, situadas al interior de un vasto espectro que abarca desde los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (José Carlos Mariátegui, 1928) hasta La expresión americana (José Lezama Lima, 1957) pasando por la Radiografía de la Pampa (Ezequiel Martínez Estrada, 1933), Casa Grande e senzala (Gilberto Freyre, 1933), El Perfil del hombre y la cultura en México (Samuel Ramos, 1934) y El Laberinto de la Soledad (Octavio Paz, 1950), por citar tan sólo algunos de los ejemplos más destacados. Es claro que esta indagación sobre la identidad varía y se desplaza con ritmos distintos en cada una de las reflexiones arriba mencionadas. Algunas veces se trata de enfatizar la escisión, el desgarramiento constitutivo que caracteriza a la identidad cultural latinoamericana desde sus orígenes, en una meditación que se mueve libremente en diversos registros temáticos: desde la geografía hasta la historia pasando por la cultura, la psicología y la política - pienso en este sentido en Ezequiel Martínez Estrada. Otras veces se trata de una suerte de "caracterología" de lo latinoamericano y de su cultura, centrada sobre todo en los mecanismos psicosociales que subyacen a ciertos fenómenos sociales y culturales en el interior de un marco predominantemente psicológico (pienso aquí en Samuel Ramos) aunque con apuntes extraordinariamente agudos sobre la cultura y la historia. Esta reflexión sobre la identidad asume también en ocasiones la forma de una indagación histórica, sociológica y antropológica que busca comprender a aquélla en el marco de una entidad geográfica, ecológica, demográfica, econó-mica, social, cultural y aún psicológica, determinada con ayuda de instrumentos conceptuales provenientes de las ciencias sociales - y aquí tengo en mente sobre todo a Gilberto Freyre. Es posible asimismo ofrecer una respuesta a la pregunta por la identidad en el marco de un ensayismo literario en el que se entrelazan la reflexión político-moral, la literatura y la filosofía de la historia en el interior de un plexo en el que se crucen la antropología de la cultura en la dirección avanzada por la Völkerpsychologie alemana, la tradición moralista francesa que va desde Montaigne y La Bruyère hasta Valéry pasando por Montesquieu, Rousseau y Voltaire y, finalmente, aquella línea abierta en la península ibérica por figuras como Larra y continuada por los escritores de la llamada Generación del 98 (Ortega y Gasset, Unamuno, Azorín). En esta tercera línea pienso sobre todo en la obra de Octavio Paz (3).

Llama la atención el que en la reflexión orientada por esta interrogación en torno a la identidad latinoamericana se han planteado problemas a los que, por vías por entero independientes, se ha visto también llevada la discusión ética contemporánea. Aunque con otras modalidades, aquí también se observa un desplazamiento en el centro del interés que ha llevado a mantener una cierta reserva frente a la pretensión de ofrecer una fundamentación sistemática de normas y principios morales, para, en lugar de ello, pasar a ocuparse de cuestiones relacionadas con la identidad de los sujetos morales en el interior de aquellos horizontes históricos y culturales en los que se encuentran. Este desplazamiento tiene lugar en el interior de un movimiento que va desde la argumentación filosófica hacia la narratividad literaria. A continuación intentaré mostrar brevemente el carácter de este desplazamiento en sus líneas más generales.

Uno de los rasgos que caracterizan a las reflexiones éticas desarrolladas en la Modernidad es la pretensión por desarrollar y fundamentar una moral secularizada e independiente de toda suerte de supuestos míticos, religiosos y metafísicos. En efecto, uno de los elementos definitorios de la Modernidad es la pérdida del poder unificante de las imágenes del mundo. Ello se expresa en el plano de la ética en la imposibilidad de fundamentar normas y principios morales que poseen una pretensión de validez universal apelando a principios dogmáticos o metafísicos. Se destacan en este sentido tentativas contemporáneas como las de Marcus George Singer y John Rawls en el ámbito anglosajón, o las de Paul Lorenzen, Ernst Tugendhat, Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas en la discusión filosófica alemana. En todos ellos se advierte la preocupación por establecer las condiciones de posibilidad de los juicios morales que sea a la vez imparcial y racionalmente fundamentada, sin tener que apelar a supuestos metafísicos (4). Estas reflexiones se mueven, sin embargo, en el interior de una tensión que caracteriza a las reflexiones éticas modernas desarrolladas en la línea de Kant. En efecto, las propuestas situadas en la vertiente inagurada por el filósofo de Königsberg se caracterizan por la radicalidad de sus criterios de demostración y fundamentación tanto de los juicios teóricos como de los estéticos y prácticos. Ello se expresa en el ámbito de la filosofía práctica en una distinción clara, en una separación radical entre los problemas de fundamentación de normas y principios morales y los relacionados con su aplicación, centrándose básicamente en los primeros y desatendiendo los segundos (5). Es en razón de ello que estas propuestas se han mostrado una y otra vez incapaces para dar respuesta al problema de cómo aplicar normas universales - previamente fundamentadas - a situaciones particulares, es decir, a la cuestión de cómo pueden ser efectivamente realizados los ideales morales. Pues las normas así fundamentadas deben su validez general precisamente al hecho de que son capaces de resistir la prueba de su generalización, de su universalización, tan sólo en forma descontextualizada. Concebida exclusivamente como facultad de fundamentar normas, la razón práctica no puede sino abstraerse de todas aquellas peculiaridades que especifican a los casos singulares, a las situaciones concretas en que se encuentran los individuos cuando se enfrentan a problemas de tipo moral. De este modo, en su empeño por delimitar y fundamentar en el ámbito de la moralidad reglas de validez universal acerca de lo que debemos hacer, las éticas de corte kantiano, en sus versiones más extremas, parecen haberse desentendido de problemas que resultan de enorme relevancia para entender la complejidad de la vida moral.

Una tentativa tendiante a superar estas limitaciones no debe orientarse, me parece, a la búsqueda de una suerte de complemento de la perspectiva universalista mediante un análisis orientado a mostrar el modo en que la ley moral o el sentimiento del deber se encuentran siempre ya presupuestos en nuestras creencias morales ordinarias o en nuestras argumentaciones. Tampoco se trataría de mostrar que los fenómenos morales son parte del ámbito de lo inexpresable o que pueden ser situados en el difuso plano de la emotividad, de los sentimientos, de las actitudes y los valores como algo distinto del orden de lo fáctico. No pienso tampoco en una indagación orientada a determinar la especificidad del lenguaje moral que se caracterizaría por su prescriptivismo, como tampoco en una elucidación de la textura moral a partir de una intuición que pudiera mostrarse como evidente en la acción misma. Se trataría más bien de ver en qué forma puede articularse una reflexión postilustrada sobre el mundo de la vida moral que preserve, por un lado, la distancia crítica y reflexiva respecto a la moral implícita en las formas concretas de vida, pero que, al mismo tiempo, pueda atender a la amplitud y complejidad del mundo moral de las sociedades modernas, siempre irreductible a un único orden de explicaciones. Tal reflexión postilustrada deberá incorporar la dimensión relacionada con la aplicación de normas a situaciones y dilemas morales específicos, teniendo en cuenta la sabiduría práctica de los agentes morales - sabiduría vinculada siempre a contextos y horizontes culturales específicos. Además, deberá estar en la capacidad de dar cuenta de los problemas relativos a la felicidad y la vida buena en sus relaciones de tensión con la justicia, con los ámbitos de lo público y lo privado y, por supuesto, con la identidad de los sujetos morales. En este punto específico me parece claro que una de las formas en que puede devenir comprensible la identidad de un sujeto moral es precisamente a través de la narración de la génesis y desarrollo del punto de vista moral, esto es, del relato de la constitución del horizonte moral en que se encuentre, así como de las tensiones que lo atraviesan (6). Es en este sentido que la literatura se hallaría en condiciones de suministrar un aporte de extraordinaria importancia para una reflexión moral en la forma en que arriba se ha señalado. No se trataría, con ello, de rechazar el universalismo ético moderno, sino de comprenderlo desde una perspectiva históricamente adquirida en la cual es posible reflexionar sobre la vida moral y enfrentarse con los dilemas que la caracterizan. De la misma manera, tampoco se trataría de una reducción de la filosofía - en este caso la filosofía moral - a la literatura, en donde la primera terminara por confundirse con la segunda o de ser anulada por ésta. Se trataría, más bien, de ampliar lo que tradicionalmente se ha entendido bajo la denominación genérica de "Filosofía" mediante la incorporación de registros y órdenes discursivos, en este caso provenientes de la literatura, en un movimiento que escape a los falsos dilemas y a las oposiciones tradicionales establecidas entre el mitos y el logos, la retórica y la lógica, lo figurativo y lo literal, la metáfora y el concepto, la narración y la argumentación..

De este modo podría avanzarse hacia una comprensión de la importancia que posee la narración de la historia de un argumento, de la perspectiva moral de un individuo o de una sociedad entera en el interior de un horizonte cultural y de vida concreto para la adecuada comprensión y resolución de los problemas morales. Desde esta perspectiva, la literatura adquiere una especial significación en lo que respecta a la comprensión y esclarecimiento de los problemas relacionados con la identidad. Ello se advierte, y con ello me sitúo nuevamente en el interior de la tradición ensayística latinoamericana, en la obra de un pensador como Octavio Paz.


Ya el psicoanálisis freudiano había subrayado la necesidad de construir narrativas del proceso de autocreación de cada individuo, en donde éste pueda redescribir su pasado y, de esa manera, reescribirse y rehacerse continuamente a sí mismo. En Freud, al igual que en Nietzsche o en Proust, se asigna una enorme importancia al bosquejo de narrativas del propio desarrollo individual al igual que de la cultura y de la tradición en las que se vive. En virtud de estas narrativas, el presente es concectado tanto con el pasado (lo que se ha sido) como con el futuro (lo que se desea ser), en un proceso de continua redescripción que tiene como objetivo bosquejar la imagen de la clase de persona que se desea llegar a ser, así como del tipo de sociedad en que se quiere vivir (7). Estas narrativas no son suministradas únicamente por aquéllo que comúnmente se designa como "Filosofía". Ellas abarcan, como ya se ha dicho, géneros como la sociología, la historia, la etnología y la literatura, particularmente la novela. Es en este sentido que por ejemplo Octavio Paz en El Arco y la Lira, retomando una idea avanzada por Jakob Burckhardt, caracteriza a la novela como la épica de la sociedad moderna. En este género ambiguo en el que se entrecruzan la confesión y la auto-biografía, al igual que la épica y el ensayo filosófico, no se procede como en el reporte científico ni tampoco exactamente como en la narración que realiza un historiador. Al revivir un instante, el novelista no opera como el historiador que relata un suceso, sino que recrea un mundo siriviéndose del ritmo del lenguaje y de las virtudes transmutadoras de la imagen. "Su obra entera - escribe Paz - es una imagen. Así, por una parte, imagina, poetiza; por la otra describe lugares, hechos y almas. Colinda con la poesía y con la historia, con la imagen y la geografía, el mito y la psicología" (8). La novela oscila permanentemente entre la prosa y la poesía, entre el concepto y el mito. "Ambigüedad e impureza le vienen de ser el género épico de una sociedad fundada en el análisis y la razón, esto es, en la prosa" (9). De acuerdo a Paz, la oposición entre el mundo de la novela moderna y el mundo de la poesía antigua puede observarse en forma clara en la diferencia entre Dante y Balzac. La Divina Comedia es un canto a la creación; La Comedie Humaine, por su parte, es más bien descripción, análisis; la historia de una clase en ascenso, de sus crímenes y pasiones. Se trata de una obra que participa a la vez de la enciclopedia y la epopeya, de la creación mítica y de la patología, de la crónica y del ensayo histórico, de la investigación científica al igual que de la crítica y la utopía. La sociedad se ve a sí misma en sus creaciones literarias en prosa y, alternativamente, se diviniza y se examina; se canta, pero también se juzga y se condena; se expresa, se critica y autocritica, se describe y redescribe constantemente a sí misma, como lo muestra, según Paz, la tradición novelística francesa desde Laclos hasta Proust (10).

Las descripciones y representaciones que los sujetos y la sociedad realizan de sí mismos en la novela o en la autobiografía se sitúan, pues, en el interior del plexo hermenéutico, interpretativo que caracteriza a toda existencia humana. Se trata, pues, de una labor de interpretación y reinterpretación que los sujetos y las sociedades realizan constantemente de sí mismos, de la vuelta reflexiva sobre sus deseos, intenciones, representaciones e imágenes, de una reflexión interpretativa que, como se ha dicho, se realiza siempre en el interior de un horizonte cultural, social, moral e histórico específico y que es constitutiva en la definición de la identidad. Esta aparece así como una construcción que se articula en y por las descripciones y redescripciones que los sujetos y las sociedades realizan de sí mismos, en este caso a través de sus representaciones en la literatura en prosa, concretamente en la novela.


Hay, sin embargo, un fenómeno de enorme significación que Paz advierte en el desarrollo de la novelística en el siglo XX: se trata de la introducción de la poesía en la novela. Esta tendencia se observa, según Paz, en Joyce, en Proust y en Kafka, lo mismo que en Faulkner y Jünger o, agregaría por mi parte, en Rulfo y Cortázar. Tendencias análogas pueden ser mostradas también en el teatro de autores como Strindberg e Ibsen (11). Es ello lo que le permite a Paz concluir que "...la lucha entre prosa y poesía, consagración y análisis, canto y crítica, latente desde el nacimiento de la sociedad moderna, se resuelve por el triunfo de la poesía" (12). Este movimiento desde la novela hacia la poesía comporta un desplazamiento desde la interpretación hacia la revelación y la creación, desde una hermenéutica hacia una poética de la existencia humana.


De acuerdo a Paz la experiencia religiosa, la mítica y la poética mantienen un origen común. Todas ellas son experiencias que remiten al orden de lo sagrado, a algo que no puede ser reducido a razones ni integrado en conceptos, a algo que acaso puede ser expresado solamente mediante imágenes y paradojas, a algo que se experimenta, en fin, con una mezcla de horror y fascinación: "Ante los dioses y sus imágenes sentimos simultáneamente asco y apetito, terror y amor, repulsión y fascinación" (13). Este horror que despierta lo sagrado brota de la extrañeza radical que lo caracteriza, de la experiencia de soledad y desarraigo en el mundo que provoca. Lo sagrado es, pues, una experiencia de anulación del orden establecido de identidades, sea del mundo objetivo, sea del subjetivo. En palabras de Paz: "esto que está frente a nosotros - árbol, montaña, imagen de piedra o de madera, yo mismo que me contemplo - no es una presencia natural. Es otro. Está habitado por lo Otro. La experiencia de lo sobrenatural es experiencia de lo Otro" (14). El mundo aparece así como un "ideograma numinoso de lo Otro". La experiencia de lo sagrado muestra al hombre en ese continuo proyectarse hacia algo que no se es, sea en la forma del deseo (Freud), de la temporalidad (Heidegger) o de la otredad (Machado) (15). Ella revela la condición paradójica del hombre, remitido constitutivamente hacia la otredad. La experiencia de lo sagrado es, pues, la experiencia de la contingencia y la finitud del acontecer humano (16). "El hombre ha sido arrojado, echado al mundo - escribe Paz. Y a lo largo de nuestra existencia se repite la situación del recién nacido: cada minuto nos echa al mundo; cada minuto nos engendra desnudos y sin amparo; lo desconocido y ajeno nos rodea por todas partes" (17). Esta es la situación humana original, "...el estar ahí, el sabernos arrojados en ese ahí que es el mundo hostil e indiferente- y del hecho que la hace precaria entre todos: su temporalidad, su finitud" (18). Es precisamente esto lo que se expresa, de acuerdo a Paz, en la palabra poética. En ella se revela la otredad y, en esa medida, la contingencia y finitud que son constitutivas de la existencia humana.

La Poesía no es entonces sino recreación y, a la vez, revelación de esta experiencia originaria. Entendido de esta manera, el acto poético no constituye tanto una interpretación, sino más bien una revelación de nuestra condición. "La poesía, dirá Paz, no es un juicio ni una interpretación de la existencia humana [...] expresa simplemente lo que somos; es una revelación de nuestra condición original..." (19). Se trata, pues, de una poética de la existencia humana que subraya el proceso de construcción de identidad de los sujetos, entendido como una constante invención. De esta manera, el sujeto "..no es aquél que parte al descubrimiento de sí mismo, de sus secretos y de su verdad oculta; es [más bien] aquél que busca inventarse a sí mismo (qui cherche à s'inventer lui-même). [La] modernidad no libera al hombre en su propio ser; más bien lo fuerza a la tarea de elaborarse a sí mismo (la tâche de s'élaborer lui-même)" (20). En este punto se enlaza el movimiento de interpretación y construcción del sujeto a través de un acto hermenéutico con el de creación mediante el acto poético que enfatiza la dimensión estética de esta invención. La modernidad nos invita, pues, a la innovación y la experimentación, a la diseminación y la proliferación, al uso creativo del lenguaje en la búsqueda de redescripciones del sujeto de modo que éste pueda comprenderse como el resultado de una creación compleja y se revele en un cierto sentido como una obra de arte.

NOTAS

1 Las reflexiones presentadas en este trabajo se conciben como deudoras de varias discusiones sobre la cultura y el pensamiento latinoamericanos con Patricia Baquero, Miriam Madureira, Elizabeth Millán, Santiago Castro-Gómez, Gerardo Villegas y Alonso Silva.

2.Para esto y para lo que a continuación sigue, véase Gaos, J. "Pensamiento de lengua española" (1942-1943) en Gaos, J., Obras Completas, Vol. VI, UNAM, México, 1990, pp. 31-106.


3.Cfr., la introducción de Enrico Santí a Paz, O. El Laberinto de la Soledad, Ed. de Enrico Mario Santí, Ed. Cátedra, Letras Hispánicas, Madrid, 1993.


4.Cfr., Habermas, J., "Diskursethik. Notizen zu einem Begründungsprogramm" in: id., Moralbewußtsein und kommunikatives Handeln, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1983.


5.Cfr., Tugendhat, E., "Antike und moderne Ethik" en: id.., Probleme der Ethik, Philipp Reclam, Stuttgart, 1987.


6.Cfr., MacIntyre, A. After Virtue, Notre Dame, 1981 y Taylor, Ch., Sources of the Self, Harvard Univ. Press, Cambridge, Mass., 1989.


7.Cfr., Rorty, R., Contingency, irony, and solidarity, Cambridge University Press, Cambridge, 1989

8.Paz, O., El Arco y la Lira. El Poema.La Revelación poética. Poesía e Historia, F:C.E., México, 1a. edición 1956. Se cita de acuerdo a la primera reimpresión (1970).


9.Paz, O., El Arco y la Lira, p. 225.


10.Cf. ibidem., p. 229.


11.Cfr.,Paz., ibidem.


12.Paz, O., ibidem, p. 231.


13.Paz, O., ibidem.., p. 125.


14.Paz, O., ibidem., Op. cit., p. 129.


15.Cfr., Paz, O., ibdem, Op. cit., p. 136.


16.Cfr., Paz, O., ibdem, Op. cit., p. 144.


17.Paz, O., ibidem.


18.Paz, O., ibdem., Op. cit., p. 147.


19.Paz, O., ibdem., Op. cit., p. 148.


20.Foucault, M., „Qu'est-ce que les Lumières", en: Foucault,M. Dits et Écrits 1954-1988, Vol. IV 1980-1988, Gallimard, Paris,1994, p.571.

lunes, 27 de septiembre de 2010

RUBEN DARIO Y LA CRITICA

¿Por qué aún está vivo? ¿Por qué, abolida su estética, arrumbado su léxico precioso, superados sus temas y aun desdeñada su poética, sigue cantando empecinadamente con su voz tan plena? Sería cómodo decir que se debe a su genio, sustituyendo un enigma por otro. ¿Por qué tantos otros más audaces que él, de Tablada o Huidobro, no han opacado su lección poética, en la cual reencontramos ecos anticipados de los caminos modernos de la lírica hispánica? ¿Por qué otros tantos que con afán buscaron a los más no han desplazado esa su capacidad comunicante, a él que dijo no ser "un poeta de muchedumbres"? ¿Por qué ese lírico, procesado cien veces por su desdén de la vida y el tiempo que le tocó nacer, resulta hoy consustancialmente americano y sólo cede la palma ante Martí?
Para interrogar su paradojal situación no hay sino su poesía, como él lo supo siempre: "como hombre he vivido en lo cotidiano; como poeta, no se claudicado nunca". Angel Rama
Tomado de Rubén Darío Poesía, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977

DISCURSO AL ALIMÓN EN HONOR A RUBÉN DARÍO
Pablo Neruda y Federico García Lorca

Hacia el año 1933, Pablo Neruda es enviado al Consulado de Chile en Buenos Aires. Ahí comenzará a conocer la resonancia internacional de su poesía. Además intimará con destacados escritores argentinos. Pero el encuentro más importante como relata Emir Rodríguez Monegal en su Neruda: El viajero inmóvil "ocurrirá un día de octubre de 1933, cuando es presentado a Federico García Lorca, de paso en el Río de la Plata para asistir al estreno de Bodas de sangre, por Lola Membrives, y para dar algunas conferencias. La fecha está marcada con piedra blanca en la poesía hispánica de este siglo, porque la personalidad avasalladora de Federico (seis años mayor, y ya famosísimo) y la calidad recién alumbrada de Neruda se reconocen a primera vista, fundan una amistad que sólo corregirá la muerte y establecen un puente perdurable entre las dos orillas de la nueva poesía en lengua española. Para marcar este encuentro fatal, el P.E.N. Club argentino organiza un banquete de homenaje a ambos poetas y ellos agradecen con un discurso en colaboración, sobre Rubén Darío, "el padre americano de la lírica hispánica de este siglo." Más tarde, Neruda habría de recordar que: "tanto García Lorca como yo, sin que se nos pudiera sospechar de modernistas, celebrábamos a Rubén Darío como uno de los grandes creadores del lenguage poético en el idioma español".
Este es el discurso:
Neruda Señoras...
Lorca y señores: Existe en la fiesta de los toros una suerte llamada "toreo del alimón", en que dos toreros hurtan su cuerpo al toro cogidos de la misma capa.
Neruda Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, vamos a parear y a responder esta recepción muy decisiva.
Lorca Es costumbre en estas reuniones que los poetas muestren su palabra viva, plata o madera, y saluden con su voz propia a sus compañeros y amigos.
Neruda Pero nosotros vamos a establecer entre vosotros, un muerto, un comensal viudo, oscuro en las tinieblas de una muerte más grande que otras muertes, viudo de la vida, de quien fuera en su hora marido deslumbrante, nos vamos a esconder bajo su sombra ardiendo, vamos a repetir su nombre hasta que su poder salte del olvido.
Lorca Nosotros vamos, después de enviar nuestro abrazo con ternura de pingüino al delicado poeta Amado Villar, vamos a lanzar un gran nombre sobre el mantel, en la seguridad de que se han de romper las copas, han de saltar los tenedores, buscando el ojo que ellos ansían; y un golpe de mar ha de manchar los manteles. Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y España: Rubén...
Neruda Darío. Señores...
Lorca y señoras...
Neruda ¿Dónde está, en Buenos Aires, la plaza de Rubén Darío?
Lorca ¿Dónde está la estatua de Rubén Darío?
Neruda Él amaba los parques. ¿Dónde está el parque Rubén Darío?
Lorca ¿Dónde está la tienda de rosas de Rubén Darío?
Neruda ¿Dónde está el manzano y las manzanas de Rubén Darío?
Lorca ¿Dónde está la mano cortada de Rubén Darío?
Neruda ¿Dónde está el aceite, la resina, el cisne de Rubén Darío?
Lorca Rubén Darío duerme en su "Nicaragua natal" bajo su espantoso león de marmolina, como esos leones que los ricos ponen en los portales de sus casas.
Neruda Un león de botica al fundador de leones, un león sin estrellas a quien dedicaba estrellas.
Lorca Dio el rumor de la selva con un adjetivo, y como fray Luis de Granada, jefe de idiomas, hizo signos estelares con el limón, y la pata de ciervo, y los moluscos llenos de terror e infinito: nos puso al mar con fragatas y sombras en las niñas de nuestros ojos y construyó un enorme paseo de gin sobre la tarde más gris que ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú el ábrego oscuro, todo pecho, como un poeta romántico, y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica y triste de todas las épocas.
Neruda Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales con sus terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente, su descenso a los espirales del infierno, su subida a los castillos de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para siempre e imprescindible.
Lorca Como poeta español enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó a Valle Inclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre, en el surco del venerable idioma. Desde Rodrigo Caro a los Argensolas o don Juan Arguijo no había tenido el español fiestas de palabras, choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío. Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payesas mallorquinas, Darío paseó la tierra de España como su propia tierra.
Neruda Lo trajo a Chile una marea, el mar caliente del Norte, y lo dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta noche su estatua con el aire atravesada por el humo y la voz y por las circunstancias, y por la vida, como ésta su poética magnífica, atravesada por sueños y sonidos.
Lorca Pero sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre como un ramo de coral agitado por la marea, sus nervios idénticos a la fotografía de un grupo de rayos, su cabeza de minotauro, donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de colibríes, sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también sus defectos. Las estanterías comidas ya por los jaramagos, donde suenan vacíos de flauta, las botellas de coñac de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos. Fuera de normas, formas y espuelas queda en pie la fecunda substancia de su gran poesía.
Neruda Federico García Lorca, español, y yo, chileno, declinamos la responsabilidad de esta noche de camaradas, hacia esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros, y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que posamos.
Lorca Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno y español, Rubén Darío.
Neruda y Lorca en cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.



JORGE LUIS BORGES

Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado ni cesará. Quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar libertador.

Tomado de "Mensaje en honor de Rubén Darío, escrito por Borges, en 1967.

MODERNISMO EN HISPANOAMERICA


Con el nombre de modernismo se conoce en la historia literaria y cultural al movimiento que a fines del siglo XIX se extiende a todas las manifestaciones literarias de la cultura ilustrada del mundo hispanoamericano.
Aunque el término modernismo en la historia de la literatura hispanoamericana tiene una denotación suficientemente arraigada y relativamente unívoca, fuera de ese contexto suele prestarse para confusiones y equívocos. Dentro del mismo sistema literario latinoamericano se conoce al modernismo en Brasil, denominación que, sobre todo a partir de la Semana del Arte Moderno (1922), designa el movimiento de renovación vanguardista en la literatura nacional. Por otra parte, en los últimos años, a partir de las teorías de la postmodernidad que se han proyectado desde Europa y los Estados Unidos, nuevas connotaciones han contribuido a diluir las dimensiones semánticas del término. De allí la utilidad que pueda tener el referirse someramente a su origen y sus diversos usos, para comprender el carácter específico que adquiere dentro del contexto de la literatura en lengua castellana de nuestra América.
«Modernismo» y «modernista» son palabras derivadas de «moderno», que etimológicamente proviene de modus y hodiernus y se emplea en castellano desde fines del siglo XV. En el Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Sebastián de Covarrubias, el término «moderno» aparece registrado con el significado de «lo que nuevamente (esto es, por vez primera) es hecho, en respecto de lo antiguo»; y lo aclara con una vinculación a lo literario: «Autor moderno, el que ha pocos años que escribió, y por eso no tiene tanta autoridad como los antiguos». Como puede apreciarse, el núcleo semántico estaba en la idea de lo nuevo, lo reciente, lo actual; pero, si nos atenemos a Covarrubias, queda implicada una connotación peyorativa. En el terreno de las letras, el término adquiere amplia presencia cultural en Europa durante la famosa «querelle des anciennes et des modernes» que se desarrolla en los siglos XVII y XVIII. Posteriormente, a fines del siglo XIX en Europa los términos «moderno», «modernismo», «modernista» reaparecen polémicamente en el campo cultural, tanto para referirse a las propuestas de renovación del arte y la literatura como de la religión (los teólogos modernistas llegaron a ser objeto de condena por el Papa Pío X).
En el ámbito hispanoamericano, también a fines del siglo XIX, los propulsores de una renovación literaria, representados especialmente por Rubén Darío, reivindican el nombre de «modernismo» para identificar su propuesta de un arte que responda a las demandas y condiciones de los tiempos modernos. Desde su perspectiva, el término adquiere un sentido agresivamente polémico y positivo, sentido que termina imponiéndose al imponerse sus ideas, que buscaban rescatar una dimensión universal-cosmopolita del arte, articulándolo a las condiciones del mundo moderno y poniéndolo en diálogo con las expresiones que se consideraban más actuales de la cultura europea.
El modernismo es un momento de la cultura latinoamericana algo complejo. Si bien sus inicios están aún muy arraigados a las formas estéticas e ideológicas del romanticismo (el Arte y la Belleza se postulan como valores supremos y absolutos, rechazando el utilitarismo y la ancilaridad; el Artista es postulado como un valor humano autónomo, ajeno al gregarismo pragmático del burgués), es sobre esa base que se instalan las manifestaciones más contundentes de una renovación que se proyecta sobre todos los aspectos de la vida cultural. Por ello es que puede considerarse que el modernismo excede los límites de una escuela poética, en el sentido convencional, para convertirse en un verdadero movimiento cultural que progresivamente va impregnando diferentes manifestaciones de la vida social: hay una figura de poeta modernista (amalgama del dandy y el futuro bohemio), una retórica particular, una prosa periodística que no escatima la belleza verbal y, en fin, una suerte de moda que impregnó algunos comportamientos sociales de las burguesías latinoamericanas que se estaban consolidando en el Fin de Siglo y que marcó su gusto por el lujo, lo exótico, los interiores barrocos, la rareza.
Pero el alcance y la honda repercusión que tuvo el modernismo en las artes y las letras, sobre todo, no pueden comprenderse cabalmente si no se considera su condición de fenómeno profundamente articulado al proceso de cambios que se estaba dando en las sociedades latinoamericanas de esos años.
El espacio social en que se desenvuelve el mundo de las letras hispanoamericanas a finales del siglo XIX, está signado por un acelerado proceso de transformación interna de las sociedades. Este proceso, que se conoce en los estudios histórico-sociales como «modernización», puede situarse cronológicamente en los últimos decenios del XIX y comienzos del XX. En esos años se produce un desplazamiento del sector más tradicional de la oligarquía, se da un crecimiento acelerado de las ciudades capitales -con paralelo estancamiento de las provincias- y el afianzamiento de una nueva burguesía que buscaba controlar tanto el mundo de los negocios como el de la política. En general, en América Larina este proceso implica un reajuste de su modo de inserción al sistema económico mundial y a los grandes países industrializados.
Esta modernización, que significa el ingreso de América Latina a los grandes mercados de la civilización industrial, es el marco en el que surge y se desarrolla el movimiento literario que se conoce como modernismo hispanoamericano. Hay consenso entre los historiadores, tanto de la vida económica, política y social como de la literatura, para establecer que este período se ubica aproximadamente entre 1880 y el segundo decenio del siglo XX. El cierre de este período se puede situar con más precisión en los años de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Considerado este período histórico en su conjunto, se puede establecer que en su estapa consolidativa -a partir de 1880, aproximadamente, y hasta el término de la Primera Guerra Mundial- se desarrolla en el mundo de las letras hispanoamericanas lo que se conoce como el movimiento modernista en su expresión más plena y progresiva. El modernismo literario, por consiguiente, habría que verlo como un movimiento estético-ideológico que se articula al proceso de incorporación de América Latina al sistema de la civilización industrial de Occidente, al capitalismo.
La crisis que se registra hacia el segundo decenio del siglo XX es también el marco histórico en que se hace manifiesta la declinación de la sensibilidad y de la producción modernistas. Y en la etapa final de este movimiento artístico se produce la entrada en escena de las propuestas polémicas y experimentales del vanguardismo. En el plano de la vida literaria se suelen señalar las fechas de 1888, año de la publicación de Azul... de Rubén Darío, y 1916, año de la muerte de Darío, la gran figura y corifeo del movimiento, como los hitos cronológicos en que se encuadra.
El modernismo literario es un movimiento que, iniciado fragmentariamente en los textos de algunos escritores, se consolida muy rápidamente luego de la publicación de Azul...y logra dimensión continental, originando la vertiente «rubendariana» en la literatura de la época. Si en el Caribe despuntan estos atisbos de novedad en la cultura latinoamericana, será en el sur (en Chile primero y en Buenos Aires, más tarde) donde se desarrollarán siguiendo el hilo de la difusión periodística de las crónicas martianas y las estadías de Rubén Darío en las grandes capitales del continente. Pero pareciera que toda América Latina está en este momento cruzada discursivamente por un interés común, que se articula al proceso de modernización social y económica. La difusión del modernismo es simultánea a la consolidación de la prensa en el continente y al progresivo aumento de los índices de alfabetización en varios países latinoamericanos. A través de periódicos como La Nación, entre otros, la nueva escritura se difunde de modo que todos los intelectuales están al mismo tiempo leyendo las mismas cosas.
De este modo, al modernismo le cabe también la función de poner en escena la relación de la cultura de América Latina con lo que en ese momento eran las culturales centrales del mundo occidental. La prolongación del «exotismo» romántico, que se traducirá en el Fin de Siglo en el gusto por la novedad y, particularmente, por «lo raro», hará que gran parte de la estética modernista se pasee por la iconografía, retórica y mitologías de las más diversas culturas, abarcando desde la tradición clásica grecorromana, hasta la novedad europea y el exotismo oriental. Sin embargo, lo que en este aspecto introduce el modernismo es una relación nueva con las culturas extranjeras, relación que no es mimética sino que se define por el uso de los textos, discursos y tradiciones de los otros. Este rasgo, tan típico de la modernidad cultural, que mantiene una relación no jerárquica con la tradición, será la gran apertura del modernismo hacia el siglo XX que tendrá su primera manifestación en las vanguardias latinoamericanas. Encontramos aquí otra gran innovación de los modernistas: su capacidad de crear en sus textos nuevas mitologías culturales que amalgaman de manera imbricada lo viejo y lo nuevo. Algunos críticos (Yurkievich: 1976) han hablado de la «poética del bazar» que generan sus textos, donde se puede encontrar una pluralidad de referencias culturales. Es el caso de los poemas más clásicos del modernismo y es el caso también de las prosas martianas, que incluyen en el testimonio de los procesos políticos y de modernización varias referencias semánticas simultáneas.
La expansión de las renovaciones modernistas, como hemos dicho, se produjo rápidamente a través de varias revistas que surgen en todas las capitales latinoamericanas en el Fin de Siglo. La difusión de la nueva estética y del nuevo estatuto de la escritura no fue, sin embargo, homogénea en el continente. Si desde el Sur (Santiago de Chile y Buenos Aires) creció rápidamente y llegó incluso a España (centro reacio a las publicaciones hispanoamericanas), en la zona del Caribe hispano tuvo una escasa producción textual aunque llegó a irrumpir como espíritu de novedad moderna.
Desde un punto de vista institucional, el modernismo se caracteriza por la progresiva profesionalización de los intelectuales latinoamericanos. La «venta» de la escritura (en la mayoría de los casos los escritores eran periodistas o trabajaban como escribas de sus respectivos gobiernos) es un tema bastante recurrente de la prosa de la época y la figura del escritor, del artista, con frecuencia es tematizada por la poesía. La modernización de algunos países latinoamericanos (progresiva industrialización, democratización de sus instituciones políticas, acceso de nuevos sectores sociales a la lucha política) hablan de la constitución de un espacio público en el que el uso de la voz y de la escritura se diversifica. En ese espacio público regido por las leyes de la sociedad mercantil moderna (que América Latina apenas comienza a desarrollar a fines del pasado siglo) los intelectuales y artistas viven la experiencia del vacío de función, se ven obligados a legitimar una práctica que no encuentra fácilmente su lugar en una sociedad utilitaria y materialista.
De allí que un problema central para los escritores modernistas sea la necesidad de diferenciarse en una sociedad que ha puesto el valor del dinero y del éxito por sobre las viejas prosapias culturales (que algunos modernistas miran con una nostalgia conservadora); el último coletazo de esta experiencia y de este tópico ideológico se encontrará en Ariel de José Enrique Rodó, alocución contra el materialismo y llamado a la regeneración y al espiritualismo.
Al mismo tiempo, esa sociedad que ha cambiado sus valores culturales da ingreso al campo intelectual a nuevos integrantes, no ya provenientes de las élites letradas tradicionales sino de las incipientes capas medias, de formación autodidacta y con nuevas experiencias culturales. El periodismo, el trabajo en las efímeras pero proliferantes revistas culturales, las nuevas políticas de alfabetización, fueron creando un nuevo público, de extracción media, con acceso a la lectura y con necesidad también de acceder a niveles culturales cada vez mayores, necesarios para consumar su ascenso social. De este modo surge un nuevo público para la literatura modernista pero también un nuevo «enemigo» cultural: las producciones de la cultura popular que, en ese período, proliferaron a través de las revistas y el teatro. Estamos al comienzo de la «masificación de la cultura». En estas condiciones, es comprendible que, considerado en tanto propuesta estético-ideológica, la difusa conciencia de desajuste y desencanto que impregna la visión del mundo que caracteriza el modernismo literario, busque hacer de la Belleza -así, con mayúsculas- la suprema si no la única finalidad del Arte -también con mayúsculas-`, y convertir a éste en una especie de bastión de defensa, oponiendo sus logros y posibilidades a la inanidad de lo real y cotidiano.
Por otra parte, en el plano discursivo, el «héroe abúlico» de la narrativa modernista se corresponde cabalmente con la tesitura del hablante lírico de la poesía del mismo período; ambos están directa o indirectamente marcados por el tedium vitae y por un aristocratizante testimonio de la decadencia, que los lleva a concebir el arte y la poesía como únicos valores incorruptibles en el naufragio de la realidad social inmediata.
Lo artístico como asidero y refugio de valores frente a una realidad en descomposición, poco a poco, sin embargo, devino en retórica y en un proceso de autoalimentación preservativa: si la Belleza no estaba en lo real, era en el Arte donde había que buscarla. Y de este modo, lo que en un momento pudo ser y fue bastión de ataque para fustigar una realidad en proceso de degradación, se fue convirtiendo en reducto de defensa y bastión de aislamiento. Pero esto último ya corresponde a la etapa de comienzos del siglo XX, porque es necesario recordar que el modernismo, en su momento de auge y desarrollo orgánico, representó un proyecto de altivo rechazo crítico a la degradación social. Cuando Darío declara: «más he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos e imposibles», lo explica inmediatamente por su personal actitud ante la realidad de su tiempo: «¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer» («Palabras liminares» de Prosas profanas, 1896). No está aquí simplemente eludiendo, negando la realidad: la está rechazando, la está criticando, mostrándola como contraste negativo del ideal que encarna el arte.
En todo caso, en la base de la poética de los primeros momentos orgánicos del modernismo se encuentra esta postulación disociativa entre el mundo del arte, de la poesía, y el de la realidad, de lo cotidiano. Y esto llega a ser vivido -o vivenciado- casi como una escisión entre el hombre en cuanto ciudadano y el hombre en cuanto artista. En Darío, por lo menos, esto parece ser conscientemente asumido cuando declara: «Como hombre, he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca, pues siempre he tendido a la eternidad» («Dilucidaciones» de El canto errante, 1907).
Aparte de la actitud que imprecisa y provisoriamente podemos denominar de «evasión» -manifestada sobre todo en aspectos y preferencias de carácter temático-, el modo característico como se registra en la poética del modernismo esta escisión y esta actitud de rechazo a la realidad social, a «la vida y el tiempo en que le tocó nacer», se manifiesta en lo que Angel Rama describe como un proceso de transmutación de lo real en un código poético que busca articularse a los universales arquetípicos del arte (Rubén Darío y el modernismo, esp. p. 111 y ss.). Lo real podía tener presencia en el arte en la medida en que pudiera transmutarse y universalizarse mediante un código que permitía quintaesenciar y ennoblecer artísticamente cualquier referente. Un presidente puede ser cantado si es «con voz de la Biblia o verso de Walt Whitman»; una ciudad nativa se rescata al sentirla como equivalente a las que se consideran de prestigio cosmopolita: «Y León es hoy a mí como Roma o París»; y si se recuerda «allá en la casa familiar, dos enanos», éstos son «como los de Velásquez».
De este procedimiento puede decirse que derivan tanto los méritos y aportes del modernismo como su propia caducidad. Es importante señalar que esta concepción de la belleza y el arte contribuye a desarrollar la conciencia creciente de la literatura como una actividad autónoma, así como la idea de la profesionalización del escritor y su responsabilidad de dominio del oficio, conociéndolo a cabalidad, para perfeccionarlo y renovarlo. Todo esto trajo ventajas y desventajas. Si, por una parte, se logra construir una lengua verdaderamente literaria y explorar al máximo las potencialidades artísticas del idioma, por otra parte, la acentuación unilateral del interés en el código poético (unida al desligamiento de la realidad como vivencia generadora) devino progresivamente -en los satélites primero, y en los epígonos después- en un proceso de retorización y de pérdida de contacto con la realidad.
El proyecto estético-ideológico del modernismo, al irse diluyendo, evidencia su raigambre romántica, pues romántica es la raíz de su altiva propuesta del arte como una ilusión compensatoria de la realidad social. Ilusión que la realidad, la vida misma, se encarga de aventar: «La vida es dura. Amarga y pesa./ ¡Ya no hay princesa que cantar!», escribe Darío en 1905. El mundo de la Belleza y el Arte que los modernistas habían buscado construir como bastión de superioridad crítica y de defensa, va revelando su inanidad frente al arrollador avance de un pragmatismo depredador. La «modernización» del mundo latinoamericano, es decir, su proceso de integración al mundo del capitalismo industrial, se manifiesta como un nuvo proceso de dependencia, mediatizando con el ángulo metropolitano (Europa primero, luego EEUU) la relación entre producción y consumo. El París celeste del ensueño se cotidianiza al alcance de cualquier rastacuero enriquecido, y se hace evidente que el proclamado cosmopolitismo no iguala la condición de quienes transitan las mismas calles del mundo.
De esta manera, hacia el final del período, se encuentra una especie de regreso a los temas, motivos y valores del mundo americano, lo que, de alguna manera, implica desarrollar y jerarquizar algo que estaba presente en el proyecto global anterior, pues se trata de un retorno a lo «natural», a lo simple y sencillo, a lo no contaminado por el avance de un mal entendido proceso burgués. Max Henríquez Ureña se refiere a esta última etapa como «la hora crepuscular del modernismo». Desarrollando esta imagen, bien podría comprenderse el conjunto del movimiento modernista como un proceso en el que podrían distinguirse tres momentos: uno auroral, en el que se sitúan los llamados «precursores», entre los que se destacan Julián del Casal (1863-1893), Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), José Asunción Silva (1865-1896) y José Martí (1853-1895); un momento cenital, que cubre plenamente la figura de Rubén Darío (1867-1916); y finalmente uno crepuscular, en el que se sitúa la obra de poetas como Ramón López Velarde (1888-1921), Baldomero Fernández Moreno (1886-1950), Carlos Pezoa Véliz (1879-1908), Abraham Valdelomar (1888-1920) y otros.
Recogiendo la tradición de la cultura latinoamericana y abriendo las posibilidades modernas de operar en una dimensión cada vez más universalista, los modernistas lograron articular una voz que diera cuenta de los cambios que se estaban realizando en el continente a través de la fundación de una literatura. Esa literatura, sus tópicos y su práctica cotidiana, dio pie a todas las innovaciones estéticas en la escritura latinoamericana del siglo XX.
Por ser un movimiento tan heterogéneo (donde se mezclaron el esteticismo a ultranza con la intervención pública y política de sus intelectuales) el modernismo tuvo evaluaciones muy críticas. Acusaciones de europeístas, exotistas, torremarfilistas no se escatimaron. Y sin duda, sobre todo en la etapa cenital, prestaron una atención menor a las tradiciones culturales del continente frente al deslumbramiento que sintieron por las imágenes, figuras y mitologías que les proporcionaba el arte europeo. Pero su importancia reside en el uso que le dieron a esos materiales y formas, en la asunción de una identidad cultural que se sustentaba en la articulación de América Latina a las tradiciones y búsquedas modernas de la cultura occidental. Esta operación fue irreversible; como señala Rama, para ellos «el problema consistía en su inscripción cultural dentro del vasto texto universal al que habían sido arrojados y que ya no abandonaría el continente, sabedores de que esa inscripción no transitaba por el localismo romántico sino que debía funcionar en un nivel superior: el de los instrumentos de una poética» (Rama: Las Máscaras, 173).
Para resumir. En una perspectiva histórico-literaria, el modernismo hispanoamericano sería el proceso por el cual nuestra literatura, articulándose al proceso global de «modernización» de las sociedades latinoamericanas, se asume como literatura de la edad moderna en la última etapa de consolidación de la sociedad industrial-capitalista a nivel mundial. Desde este punto de vista, la producción literaria de dicho período no se articula al inicio de una etapa histórica, sino que viene a cerrar un ciclo más amplio y general: el de la Epoca Moderna. Como dice Raimundo Lazo, «el Modernismo es esencialmente literatura finisecular, en suma, culminación y crisis dramática, en lo literario, de un siglo que se proyecta dos décadas casi en la centuria siguiente («Caracterización...», 1983:17). Y a esto es a lo que apunta Angel Rama cuando sostiene que:
aunque fueron ellos [los modernistas] quienes introdujeron la literatura latinoamericana en la modernidad y por lo tanto inauguraron una época nueva de las letras locales, no se encontraban, como se ha dicho, en el comienzo de un novedoso período artístico universal sino en su finalización, a la que accedían vertiginosamente y tardíamente (Las máscaras, 173).
Esta casi paradójica condición -la de inaugurar una etapa (de universalización) de las letras locales en circunstancias en que finaliza un período del arte universal-, marca de alguna manera la fisonomía global del movimiento, y es necesario tenerla en cuenta para apreciar de manera más plena tanto los aportes como las limitaciones del modernismo hispanoamericano.


Graciela Montaldo y Nelson Osorio Tejeda , Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina (DELAL). Tomo II. Caracas: Biblioteca Ayacucho/Monte Avila Editores Latinoamericana. 1995. pp. 3184-93


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