Leyenda del Tesoro del Lugar Florido
Miguel Angel Asturias
El Volcán despejado era la guerra!
Se iba
apagando el día entre las piedras húmedas de la ciudad, a sorbos, como se
consume el fuego en la ceniza. Cielo de cáscara de naranja, la sangre de las
pitahayas goteaba entre las nubes, a veces coloreadas de rojo y a veces rubias
como el pelo del maíz o el cuero de los pumas.
En lo alto
del templo, un vigilante vio pasar una nube a ras del lago, casi besando el
agua, y posarse a los pies del volcán. La nube se detuvo, y tan pronto como el
sacerdote la vio cerrar los ojos, sin recogerse el manto, que arrastraba a lo
largo de las escaleras, bajó al templo gritando que la guerra había concluido.
Dejaba caer los brazos, como un pájaro las alas, al escapar el grito de sus
labios, alzándolos de nuevo a cada grito. En el atrio, hacia Poniente, el sol
puso en sus barbas, como en las piedras de la ciudad, un poco de algo que
moría...
A su turno
partieron pregoneros anunciando a los cuatro vientos que la guerra había
concluido en todos los dominios de los señores de Atitlán.
Y ya fue
noche de mercado. El lago se cubrió de luces. Iban y venían las barcas de los
comerciantes, alumbradas como estrellas. Barcas de vendedores de frutas. Barcas
de vendedores de vestidos y calzas. Barcas de vendedores de jadeítas,
esmeraldas, perlas, polvo de oro, cálamos de pluma llenos de aguas aromáticas,
brazaletes de caña blanca. Barcas de vendedores de miel, chile verde y en
polvo, sal y copales preciosos. Barcas de vendedores de tintes y plumajería.
Barcas de vendedores de trementina, hojas y raíces medicinales. Barcas de
vendedores de gallinas. Barcas de vendedores de cuerdas de maguey, zibaque para
esteras, pita para hondas, ocote rajado, vajilla de barro pequeña y grande,
cueros curtidos y sin curtir, jícaras y máscaras de morro. Barcas de vendedores
de guacamayos, loros, cocos, resina fresca y ayotes de muy gentiles pepitas...
Las hijas
de los señores paseaban al cuidado de los sacerdotes, en piraguas alumbradas
como mazorcas de maíz blanco, y las familias de calidad, llevando comparsa de
músicos y cantores, alternaban con las voces de los negociantes, diestros y
avisados en el regatear.
El
bullicio, empero, no turbaba la noche. Era un mercado flotante de gente
dormida, que parecía comprar y vender soñando. El cacao, moneda vegetal,
pa-saba de mano a mano sin ruido, entre nudos de barcas y de hombres.
Con las
barcas de volatería llegaban el cantar de los cenzontles, el aspaviento de las
chorchas, el parloteo de los pericos... Los pájaros costaban el precio que les
daba el comprador, nunca menos de veinte granos, porque se mercaban para
regalos de amor.
En las
orillas del lago se perdían, temblando entre la arboleda, la habladera y las
luces de los enamorados y los vendedores de pájaros.
Los
sacerdotes amanecieron vigilando el Volcán desde los grandes pinos. Oráculo de
la paz y de la guerra, cubierto de nubes era anuncio de paz, de seguridad en el
Lugar Florido, y despejado, anuncio de guerra, de invasión enemiga. De ayer a
hoy se había cubierto de vellones por entero, sin que lo supieran los girasoles
ni los colibríes.
Era la paz.
Se darían fiestas. Los sacrificadores iban en el templo de un lado a otro,
reparando trajes, aras y cuchillos de obsidiana. Ya sonaban los tambores, las
flautas, los caracoles, los atabales, los tunes. Ya estaban adornados los
sitiales con respaldo. Había flores, frutos, pájaros, colmenas, plumas, oro y
piedras caras para recibir a los guerreros. De las orillas del lago se
disparaban barcas que llevaban y traían gente de vestidos multicolores, gente
con no sé qué de vegetal. Y las pausas espesaban la voz de los sacerdotes,
cubiertos de mitras amarillas y alineados de lado a lado de las escaleras, como
trenzas de oro, en el templo de Atit.
—¡Nuestros
corazones reposaron a la sombra de nuestras lanzas!—clamaban los sacerdotes...
—¡Y se
blanquearon las cavidades de los árboles, nuestras casas, con detritus de
animales, águila y jaguar! . . .
—¡Aquí va
el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí! —parecían decir los eminentes,
barbados como dioses viejos, e imitarles las tribus olorosas a lago y a telar—.
¡Aquí va el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí!...
—¡Allí veo
a mi hijo, allí, allí, en esa fila!—gritaban las madres, con los ojos, de tanto
llorar, suaves como el agua.
—Aquél —interrumpían
las doncellas— es el dueño de nuestro olor! ¡Su máscara de puma y las plumas
rojas de su corazón!
Y otro grupo, al paso:
Y otro grupo, al paso:
—¡Aquél es
el dueño de nuestros días! ¡Su máscara de oro y sus plumas de sol!
Las madres
encontraban a sus hijos entre los guerreros, porque conocían sus máscaras, y
las doncellas, porque sus guardadores les anunciaban sus vestidos.
Y señalando
al cacique:
—¡Es él!
¿No veis su pecho rojo como la sangre y sus brazos verdes como la sangre
vegetal? !Es sangre de árbol y sangre de animal! ¡Es ave y árbol! ¿No veis la
luz en todos sus matices sobre su cuerpo de paloma? ¿No veis sus largas plumas
en la cola? ¡Ave de sangre verde! ¡Árbol de sangre roja! ¡Kukul! ¡Es él! ¡Es
él!
Los
guerreros desfilaban, según el color de sus plumas, en escuadrones de veinte,
de cincuenta y de cien. A un escuadrón de veinte guerreros de vestidos y
penachos rojos, seguían escuadrones de cuarenta de penachos y vestidos verdes y
de cien guerreros de plumas amarillas. Luego los de las plumas de varios matices,
recordando el guacamayo, que es el engañador. Un arco iris en cien pies. . .
—¡Cuatro
mujeres se aderezaron con casacas de algodón y flechas! ¡Ellas combatieron
parecidas en todo a cuatro adolescentes! —se oía la voz de los sacerdotes a
pesar de la muchedumbre, que, sin estar loca, como loca gritaba frente al
templo de Atit, henchido de flores, racimos de frutas y mujeres que daban a sus
senos color y punta de lanzas.
El cacique
recibió en el vaso pintado de los baños a los mensajeros de los hombres de
Castilán, que enviaba el Pedro de Alvarado, con muy buenas palabras, y los hizo
ejecutar en el acto. Después vestido de plumas rojas el pecho y verdes los
brazos, llevando manto de finísimos bordados de pelo de ala tornasol, con la
cabeza descubierta y los pies desnudos en sandalias de oro, salió a la fiesta
entre los Eminentes, los Consejeros y los Sacerdotes: Veíase en su hombro una
herida simulada con tierra roja y lucía tantas sortijas en los dedos que cada
una de sus manos remedaba un girasol.
Los
guerreros bailaban en la plaza asaeteando a los prisioneros de guerra,
adornados y atados a la faz de los árboles.
Al paso del cacique, un sacrificador, vestido de negro, puso en sus manos una flecha azul.
Al paso del cacique, un sacrificador, vestido de negro, puso en sus manos una flecha azul.
El sol
asaeteaba a la ciudad, disparando sus flechas desde el arco del lago...
Los pájaros
asaeteaban el lago, disparando sus flechas desde el arco del bosque...
Los
guerreros asaeteaban a las víctimas, cuidando de no herirlas de muerte para
prolongar la fiesta y su agonía.
El cacique
tendió el arco y la flecha azul contra el más joven de los prisioneros, para
burlarlo, para adorarlo. Los guerreros en seguida lo atravesaron con sus
flechas, desde lejos, desde cerca, bailando al compás de los atabales.
De
improviso, un vigilante interrumpió la fiesta. ¡Cundió la alarma! El ímpetu y
la fuerza con que el Volcán rasgaba las nubes anunciaban un poderoso ejército
en marcha sobre la ciudad. El cráter aparecía más y más limpio. El crepúsculo
dejaba en las peñas de la costa lejana un poco de algo que moría sin estruendo,
como las masas blancas, hace un instante inmóviles y ahora presas de agitación
en el derrumbamiento. Lumbreras apagadas en las calles... Gemidos de palomas
bajo los grandes pinos... ¡El Volcán despejado era la guerra ! . . .
—¡Te
alimenté pobremente de mi casa y mi recolección de miel; yo habría querido
conquistar la ciudad, que nos hubiera hecho ricos!—clamaban los sacerdotes
vigilantes desde la fortaleza, con las manos ilustradas extendidas hacia el
Volcán, exento en la tiniebla mágica del lago, en tanto los guerreros se
ataviaban y decían:
—¡ Que los
hombres blancos se confundan viendo nuestras armas! ¡Que no falte en nuestras
manos la pluma tornasol, que es flecha, flor y tormenta primaveral! ¡Que
nuestras lanzas hieran sin herir!
Los hombres
blancos avanzaban; pero apenas se veían en la neblina. ¿Eran fantasmas o seres
vivos? No se oían sus tambores, no sus clarines, no sus pasos, que arrebataba
el silencio de la tierra. Avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores.
En los
maizales se entabló la lucha. Los del Lugar Florido pelearon buen rato, y
derrotados, replegáronse a la ciudad, defendida por una muralla de nubes que
giraba como los anillos de Saturno.
Los hombres
blancos avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores. Apenas se veían en la
neblina sus espadas, sus corazas, sus lanzas, sus caballos. Avanzaban sobre la
ciudad como la tormenta, barajando nubarrones, sin indagar peligros,
avasalladores, férreos, inatacables, entre centellas que encendían en sus manos
fuegos efímeros de efímeras luciérnagas; mientras, parte de las tribus se
aprestaba a la defensa y parte huía por el lago con el tesoro del Lugar Florido
a la falda del Volcán, despejado en la remota orilla, trasladándolo en barcas
que los invasores, perdidos en diamantino mar de nubes, columbraban a lo lejos
como explosiones de piedras preciosas.
No hubo
tiempo de quemar los caminos. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores!
Como anillo de nebulosas se fragmentó la muralla de la ciudad en las lanzas de
los hombres blancos, que, improvisando embarcaciones con troncos de árboles,
precipitáronse de la población abandonada a donde las tribus enterraban el
tesoro. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores! Ardía el sol en los
cacaguatales. Las islas temblaban en las aguas conmovidas, como manos de brujos
extendidas hacia el Volcán.
¡Sonaban
los clarines! ¡Sonaban los tambores!
A los
primeros disparos de los arcabuces, hechos desde las barcas, las tribus se
desbandaron por las arroyadas, abandonando perlas, diamantes, esmeraldas,
ópalos, rubíes, amargajitas, oro en tejuelos, oro en polvo, oro trabajado,
ídolos, joyas, chalchihuitls, andas y doseles de plata,
copas y vajillas de oro, cerbatanas recubiertas de una brisa de aljófar y
pedrería cara, aguamaniles de cristal de roca, trajes, instrumentos y tercios
cien y tercios mil de telas bordadas con rica labor de pluma; montaña de
tesoros que los invasores contemplaban desde sus barcas deslumbrados,
disputando entre ellos la mejor parte del botín. Y ya para saltar a tierra
—¡sonaban los clarines!, ¡sonaban los tambores!— percibieron, de pronto, el
resuello del Volcán. Aquel respirar lento del Abuelo del Agua les detuvo; pero,
resueltos a todo, por segunda vez intentaron desembarcar a merced de un viento
favorable y apoderarse del tesoro. Un chorro de fuego les barrió el camino.
Escupida de sapo gigantesco. ¡Callaron los clarines! ¡Callaron los tambores!
Sobre las aguas flotaban los tizones como rubíes y los rayos de sol como
diamantes, y, chamuscados dentro de sus corazas, sin gobierno sus naves,
flotaban a la deriva los de Pedro de Alvarado, viendo caer, petrificados de
espanto, lívidos ante el insulto de los elementos, montañas sobre montañas,
selvas sobre selvas, ríos y ríos en cascadas, rocas a puñados, llamas, cenizas,
lava, arena, torrentes, todo lo que arrojaba el Volcán para formar otro volcán
sobre el tesoro del Lugar Florido, abandonado por las tribus a sus pies, como
un crepúsculo.
de "Leyendas de Guatemala" (1930)