martes, 2 de junio de 2009

“La conquista de América”El problema del Otro- T. Todorov




EL DESCUBRIMIENTO DE AMERICA


Quiero hablar del descubrimiento que el yo hace del otro. El tema es inmenso. Apenas lo formula uno en su generalidad, ve que se subdi­vide en categorías y en direcciones múltiples, infinitas. Uno puede descubrir a los otros en uno mismo, darse cuenta de que no somos una sustancia homogénea, y radicalmente extraña a todo lo que no es uno mismo: yo es otro. Pero los otros también son yos: sujetos como yo, que solo mi punto de vista, para el cual todos están allí y solo yo estoy aquí, separa y distingue verdaderamente de mi. Puedo concebir a esos otros como una abstracción, como una instancia de la configuración psíquica de todo individuo, como el Otro, el otro y otro en relación con el yo; o bien como un grupo social concreto al que nosotros no pertenecemos. Ese grupo puede, a su vez, estar en el interior de la sociedad: las mujeres para los hombres, los ricos para los pobres, los locos para los "normales"; o puede ser exterior a ella, es decir, otra sociedad, que será, según los casos, cercana o lejana: seres que todo acerca a nosotros en el piano cultural, moral, histórico; o bien desconocidos, extranjeros cuya lengua y costumbres no entiendo, tan extranjeros que, en el caso límite, dudo en reconocer nuestra pertenencia común a una misma especie. Esta problemática del otro exterior y lejano es la que elijo, en forma un tanto cuanto arbitraria, porque no se puede hablar de todo a la vez, para empezar una investigación que nunca podrá acabarse.
Pero ¿Cómo habla de ella? En tiempos de Sócrates, el orador solía preguntar al auditorio cual era su modo de expresión, o género, preferido: ¿el mito, o sea el relato, o bien la argumentación lógica? En la época del libro, no se puede dejar esta decisión al público: ha sido necesario hacer una elección previa para que el libro exista, y uno se conforma con imaginar, o desear, un público que respondiera de tal manera con preferencia a tal otra; y uno se conforma, también, con escuchar la respuesta que sugiere o impone el tema mismo. He elegido contar una historia. Mas cercana al mito que a la argumenta­ción, se distingue de ellos en dos pianos: primero porque es una historia verdadera (cosa que el mito podía pero no debía ser), y luego porque mi interés principal es más el de un moralista que el de un historiador; el presente me importa más que el pasado. A la pregunta de como comportarse frente al otro, no encuentro más forma de responder que contando una historia ejemplar (ese será el género elegido), una historia que es, pues, tan verdadera como sea posible, pero respecto a la cual trataré de no perder de vista lo que los exégetas de la Biblia llamaban el sentido tropológico, o moral. Y en este libro alternaran, algo así como en una novela, los resúmenes, o visiones de conjunto sumarias; las escenas, o análisis de detalle, llenas de citas; las pausas, en las que el autor comenta lo que acaba de ocurrir; y, claro esta, frecuentes elipsis u omisiones: pero ¿no ese punto de partida de toda historia?
De los numerosos relatos que se nos ofrecen, he escogido uno: el del descubrimiento y la conquista de América. Para hacer mejor las cosas, me he dado una unidad de tiempo: el centenar de años que siguen al primer viaje de Colón, es decir, en bloque, el siglo XVI; una unidad de lugar: la región del Caribe y de México (lo que a veces se llama Mesoamérica); por último, una unidad de acción: la percepción que tienen los españoles de los indios será un único tema, con una sola excepción, que se refiere a Moctezuma y a los que lo rodean.
Dos justificaciones fundamentaron -a posteriori- la elección de este tema como primer paso en el mundo del descubrimiento del otro. En primer lugar el descubrimiento de América, o más bien el de los americanos, es sin duda el encuentro mas asombroso de nuestra his­toria. En el "descubrimiento" de los demás continentes y de los demás hombres no existe realmente ese sentimiento de extrañeza radical: los europeos nunca ignoraron por completo la existencia de África, o de la India, o de China; su recuerdo esta siempre ya presente, desde los orígenes. Cierto es que la Luna esta más lejos que América, pero sabemos hoy en día que ese encuentro no es tal, que ese descu­brimiento no implica sorpresas del mismo tipo: para poder fotografiar a un ser vivo en la Luna, es necesario que un cosmonauta vaya a colocarse frente a la cámara, y en su casco solo vemos un reflejo, el de otro terrícola. Al comienzo del siglo XVI los indios de Améri­ca, por su parte, están bien presentes, pero ignoramos todo de ellos, aun sí, como es de esperar, proyectamos sobre los seres recientemente descubiertos imágenes e ideas que se refieren a otras poblaciones lejanas (cf. fig. 1). El encuentro nunca volverá a alcanzar tal intensidad, si esa es la palabra que se debe emplear: el siglo XVI habrá visto perpetrarse el mayor genocidio de la historia humana.
Pero el descubrimiento de América no solo es esencial para nosotros hoy en día porque es un encuentro extremo, y ejemplar: al lado de ese valor paradigmático tiene otro más, de causalidad directa. Cierto es que la historia del globo esta hecha de conquistas y de derrotas, de Colónizaciones y de descubrimientos de los otros; pero, como tratare de mostrarlo, el descubrimiento de América es lo que anuncia y funda nuestra identidad presente; aun si toda fecha que permite separar dos épocas es arbitraria, no hay ninguna que convenga más para marcar el comienzo de la era moderna que el año de 1492, en que Colón atraviesa el oc6ano Atlántico. Todos somos descendientes directos de Colón, con é1 comienza nuestra genealogía -en la medida en que la palabra "comienzo" tiene sentido. Desde 1492 estamos en una época que, como dijo Las Casas refiriéndose a la navegación de Colón, es "tan nueva y tan nunca [.. .] vista ni oída" (Historia de las Indias, I, 88)[1]. Desde esa fecha, el mundo esta cerrado (aun si el universo se vuelve infinito), "e el mundo es poco", como habrá de declarar en forma perentoria el propio Colón ("Carta a los Reyes", 7.7.1503; una imagen de Colón transmite algo de este espíritu, cf. fig. 2); los hombres han descubierto la totalidad de la que forman y parte mientras que, hasta entonces, formaban una parte sin todo. Este libro será un intento de comprender lo que ocurrió aquel día, y durante el siglo que le siguió, por medio de la lectura de algunos textos, cuyos autores serán mis personajes. Ellos monologarán, como Colón; iniciarán el diálogo de los actos, como Cortés y Moctezuma, o el de las palabras sabias, a la manera de Las Casas y Sepúlveda; o aquel otro, menos evidente, de Durán o de Sahagun con sus interlocutores indios.
-Pero basta de preliminares: vamos a los hechos. Se puede admirar la valentía de Colón (y no se ha dejado de hacerlo, miles de veces): Vasco de Gama o Magallanes quizás emprendieron viajes más difíciles, pero sabían adonde iban; a pesar de toda su seguridad. Colón no podía tener la certeza de que al final del océano no estuviera el abismo y, por lo tanto, la caída al vacío; o bien de que ese viaje hacia el oeste no fuera el descenso de una larga cuesta -puesto que estamos en la cima de la tierra-, y que después no fuera demasiado difícil volvería a subir; es decir, no podía tener la certeza de que el regreso fuera posible. La primera pregunta en esta encuesta genealógica será entonces: ¿Qué fue lo que lo impulsó a partir? ¿Cómo pudo producirse el asunto?
Fig. 1. Barcos y castillos en las Indias occidentales
Fig. 3. Don Cristóbal Colón

Al leer los escritos de Colón (diarios, cartas, informes), se podría tener la impresión de que su móvil esencial es el deseo de hacerse rico (aquí y más adelante digo de Colón lo que podría aplicarse a otros; ocurre que muchas veces fue el primero y que, por lo tanto, dio el ejemplo). El oro, o mas bien la búsqueda de oro, pues no se encuentra gran cosa en un principio, esta omnipresente en el transcurso del primer viaje. En el día mismo que sigue al descubrimiento, el 13 de octubre de 1492, ya anota en su diario: "No me quiero detener por calar y andar muchas islas para fallar oro" (15.10.1492). "Mando el Almirante que no se tomase nada, porque supiesen que no buscaba el Almirante salvo oro" (1.11.1492). Incluso su plegaria se ha convertido en: "Nuestro Señor me aderece, por su piedad, que halle este oro..." (23.12.1492); y, en un informe posterior ("Memo­rial a Antonio de Torres", 30.1.1494), se refiere lacónicamente al "ejercicio que acá se ha de tener en coger este oro". Son también los indicios que cree encontrar de la presencia del oro los que deciden su recorrido. "Determine [. . .] ir al Sudueste a buscar el oro y piedras preciosas" {Diario, 13.10.1492). "Deseaba ir a la isla que llaman Babeque, adonde tema nueva, según el entendia, que había mucho oro" (13.11.1492). "Y creia el Almirante que estaba muy cerca de la fuente, y que Nuestro Señor le había de mostrar donde nace el oro" (17.12.1492; pues en esa época el oro "nace"). Así va errando Colón, de isla en isla, pues es bastante posible que en eso hayan encontrado los indios una forma de deshacerse de el. "En amaneciendo, dio las velas para ir su camino a buscar las islas que los indios le decían que tenían mucho oro y de algunas que tenían mas oro que tierra" (22.12.1492).
¿Fue entonces una codicia vulgar lo que impulse a Colón a hacer su viaje? Basta con leer la totalidad de sus escritos para convencerse de que no es así. Sencillamente, Colón sabe el valor de señuelo que pueden tener las riquezas, y el oro en particular. Con la promesa del oro es como tranquiliza a los demás en los momentos difíciles. "Este día perdieron por completo de vista la tierra; y temiendo no poder volver a verla en mucho tiempo, muchos suspiraban y lloraban. El Almirante, después de haberlos confortado a todos con grandes ofertas de muchas tierras y riquezas, para hacerles conservar la esperanza y perder el miedo que le tenían al largo camino..." (H. Colón, 18). "Aquí la gente ya no lo podía sufrir: quejábase del largo viaje. Pero el Almirante los esforzó lo mejor que pudo, dándoles buena esperanza de los provechos que podrían haber" (Diario, 10.10.1492).
No solo esperan hacerse ricos los simples marinos; los propios comanditarios de la expedición, los reyes de España, no se hubieran comprometido en la empresa sin la promesa de una ganancia. Ahora , bien, el diario de Colón esta destinado a ellos; es necesario entonces que los indicios de la presencia del oro se multipliquen en cada página (a falta del oro mismo). Recordando, en ocasión del tercer viaje, la organización del primero, dice bastante explícitamente que el oro era, en cierta forma, el señuelo para que los reyes aceptaran financiarlo: "Fue también necesario de hablar del temporal, adonde se les amostró el escribir de tantos sabios dignos de fe, los cuales escribieron historias. Los cuales contaban que en estas partes había muchas riquezas" ("Carta a los Reyes", 31.8.1498); en otra ocasión dice haber recogido y preservado el oro "con que se alegrasen sus Altezas y por ello comprendiesen el negocio con una cantidad de piedras grandes llenas de oro" ("Carta al ama", noviembre de 1500). Por lo demás, Colón no se equivoca cuando imagina la importancia de dichos móviles: ¿acaso su desgracia no se debe, por lo menos en parte, al hecho de que no haya habido más oro en esas islas? "Nació allí mal decir y menosprecio de la empresa comenzada en ello, porque no había yo enviado luego los navíos cargados de oro" ("Carta a los Reyes", 31.8.1498).
Sabemos que una larga querella enfrentara a Colón con los reyes (y luego habrá un proceso entre los herederos de uno y otros), que­rella que se refiere precisamente al monto de las ganancias que el Almirante estaría autorizado a percibir en las "Indias". A pesar de todo esto, la codicia no es el verdadero móvil de Colón: si le importa la riqueza, es porque significa el reconocimiento de su papel de descubridor; pero preferiría para sí el burdo hábito del monje. El oro, es un valor demasiado humano para interesar verdaderamente a Colón, y debemos creerle cuando escribe en el diario del tercer via­je: "Nuestro Señor [...] bien sabe que: ya no llevo estas fatigas por atesorar ni fallar tesoros para mí, que, cierto, yo conozco que todo es vano cuanto acá en este siglo se hace, salvo aquello que es honra y servicio de Dios" (Las Casas, Historia, l, 146); o al final de su relación sobre el cuarto viaje: "Yo no vine este viage a navegar por ganar honra ni hacienda: esto es cierto, porque estaba ya la esperanza de todo en ella muerta. Yo vine a V. A. con sana intención y buen zelo, y no miento" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503).
¿Cual es esa sana intención? En el diario del cuarto viaje. Colón la formula con frecuencia: quiere encontrar al Gran Kan, o emperador de China, cuyo retrato inolvidable ha sido dejado por Marco Polo. "Tengo determinado de ir a la tierra firme y a la ciudad de Guisay y dar las cartas de Vuestras Altezas al Gran Can y pedir respuesta y venir con ella" (21.10.1492). Más adelante este objetivo se queda algo relegado, pues los descubrimientos presentes ya ocupan lo suficiente la atención, pero de hecho nunca se olvida. Pero ¿por que esta obsesión que parece casi pueril? Porque, otra vez según Mar­co Polo, "el Emperador del Catayo ha días que mando sabios que le enseñen en la fe de Cristo" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503); y Colón quiere abrir el camino que permitirá cumplir ese deseo. La expansión del cristianismo esta infinitamente más cerca del corazón de Colón que el oro, y se explicó claramente al respecto, especialmente en una carta al papa. Su futuro viaje se realizara "en nombre de la Sancta Trinidad [...], el cual será a su gloria y honra de la Santa Religión Cristiana", y para ello, dice Colón, "yo espero de Aquel Eterno Dios la victoria d'esto como de todo el pasado"; lo que hace es "magnánimo y ferviente en la honra y acrescentamiento de la Sanc­ta fe cristiana". Su objetivo es, entonces: "yo espero en Nuestro Señor de divulgar su Santo Nombre y Evangelio en el Universo" ("Carta al papa Alejandro VI", febrero de 1502).
La victoria universal del cristianismo, este es el móvil que anima, a Colón, hombre profundamente piadoso (nunca viaja en domingo), que, por esta misma razón, se considera como elegido, como encargado de una misión divina, y que ve la intervención divina en todas partes, tanto en el movimiento de las olas como en el naufragio de su nave (¡en Nochebuena!), y agradece a Dios "por muchos milagros señalados que ha mostrado en el viaje" (Diario, 15.3.1493).
Por lo demás, la necesidad de dinero y el deseo de imponer al verdadero Dios no son mutuamente exclusivos; incluso hay entre los dos una relación de subordinación: la primera es un medio y la segunda, un fin. En realidad, Colón tiene un proyecto más preciso que la exaltación del Evangelio en el universo, y tanto la existencia como la permanencia de ese proyecto son reveladoras de su mentalidad: tal un Quijote con varios siglos de atraso en relación con su época, Colón quisiera ir a las Cruzadas a liberar Jerusalén. Sólo que la idea es absurda en su época y como, por otra parte, no tiene dinero, nadie quiere escucharlo. ¿Como podía realizar su sueño, en el siglo XV, un hombre sin recursos y que quisiera lanzar una cruzada? Es tan sencillo como el huevo de Colón: no hay más que descubrir América para conseguir los fondos necesarios. . . O más bien, ir a China por el camino occidental "directo", puesto que Marco Polo y otros escritores medievales han afirmado que el oro "nace" ahí en abundancia.
Hay numerosas pruebas de la realidad de ese proyecto. El 26 de diciembre de 1492, durante el primer viaje, revela en su diario que espera encontrar oro, "y aquello en tanta cantidad que los Reyes antes de tres años emprendiesen y aderezasen para ir a conquistar la casa santa, 'que así -dice él- protesté a Vuestras Altezas que toda la ganancia de esta mi empresa se gastase en la conquista de Jerusalén, y Vuestras Altezas se rieron y dijeron que les placía, y que sin esto tenían aquella gana' ". Más tarde vuelve a recordar este episodio: "Al tiempo que yo me moví para ir a descubrir las Indias fui con intención de suplicar al Rey y a la Reina Nuestros Señores que de la renta que de Sus Altezas de las Indias hubiere que se determinase de la gastar en la conquista de Jerusalén, y así se lo suplique" ("Constitución de mayorazgo", 22.2.1498). Ese era, pues, el proyecto que Colón había ido a exponer a la corte real, para buscar la ayuda necesaria para su primera expedición; en cuanto a sus Altezas, no tomaban la cosa muy en serio y habrían de reservarse el derecho de emplear las ganancias de la empresa, si es que las había, para otros fines.
Pero Colón no olvida su proyecto y lo recuerda en una carta al papa: "Esta empresa se tomo con fin de gastar lo que d’ella se oviesse en presidio de la Casa Sancta a la Sancta Iglesia. Después que fui en ella y visto la tierra, escreví al Rey y a la Reina, mis Señores, que dende a siete años yo le pagaría cincuenta mill de pie y cinco mill de cavallo en la conquista d'ella, y dende a cinco anos otros cincuen­ta mill de pie y otros cinco mill de cavallo, que serian dies mill de cavallo e cient mill de pie para esto" (febrero de 1502). Colón no sospecha que la conquista esta a punto de iniciarse, pero en una dirección totalmente diferente, muy cerca de las tierras que ha descubierto y, en ultima instancia, con muchos menos guerreros. Su llamado, por lo tanto, no provoca muchas reacciones: "El otro negocio famosísimo esta con los brazos abiertos llamando: extrangero ha sido fasta ahora" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503). Por ello es que, queriendo afirmar su intención incluso después de su propia muerte, instituye un mayorazgo y da instrucciones a su hijo (o a los herederos de este): reunir la mayor cantidad posible de dinero para que, si los Reyes renuncian a su proyecto, pueda "ir solo con el mas poder que tuviere" (22.2.1498).
Las Casas dejo un célebre retrato de Colón, en el cual sitúa bien su obsesión por las cruzadas dentro del contexto de su profunda religiosidad: "Cuando algún oro o cosas preciosas le traían, entraba en su oratorio e hincaba las rodillas, y decía 'demos gracias a Nuestro Señor, que de descubrir tantos bienes nos hizo dignos'; celosísimo era en gran manera del honor divino; cupido y deseoso de la conversión destas gentes, y que por todas partes se sembrase y ampliase la fe de Jesucristo, y singularmente aficionado y devoto de que Dios le hiciese digno de que pudiese ayudar en algo para ganar el Santo Sepulcro, y con esta devoción y la confianza que tuvo de que Dios le había de guiar en el descubrimiento deste Orbe que prometía, suplico a la serenísima reina dona Isabel que hiciese voto de gastar todas las riquezas que por su descubrimiento para los reyes resultasen en ganar la tierra y santa casa de Jerusalem., y así la reina lo hizo" (Historia, I, 2).
No solo le interesan mucho más a Colón los contactos con Dios que los asuntos puramente humanos, sino que también su forma de religiosidad es particularmente arcaica (para la época): no es casual que el proyecto de las cruzadas se haya abandonado desde la Edad Media. Así pues, paradójicamente, es un rasgo de la mentalidad medieval de Colón el que lo hace descubrir América e inaugurar la era moderna. (Debo admitir, e incluso anunciar, que el empleo que hago de los dos adjetivos, "medieval" y "moderno", no es muy pre­ciso; sin embargo, no puedo prescindir de ellos. Entiéndanse primero en su sentido mas usual, pero irán adquiriendo, al filo de las páginas que siguen, un comenido mas particular.) Pero, como también veremos, Colón mismo no es un hombre moderno, y este hecho es pertinente en el desarrollo del descubrimiento, como si aquel que había de dar origen a un mundo nuevo no pudiera pertenecerle de entrada.
Sin embargo, tambien hay en Colón rasgos de una mentalidad más cercana a la nuestra. Así pues, por una parte somete todo a un ideal externo y absoluto (la religión cristiana), y toda cosa terrestre no es más que un medio con miras a la realización de ese ideal. Por otra parte, empero, parece encontrar, en la actividad que desempeña con mas éxito, el descubrimiento de la naturaleza, un placer que hace que dicha actividad se baste a si misma; deja de tener la menor utilidad y se convierte de medio en fin: en la misma forma en que, para el hombre moderno, una cosa, una acción o un ser sólo son hermosos si encuentran su justificación en sí mismos, para Colón "descubrir" es una acción intransitiva. "Quiero ver y descubrir lo más que yo pudiere", escribe el 19 de octubre de 1492, y el 31 de diciembre del mismo año: "Y dice que no quisiera partirse hasta que hobiere visto toda aquella tierra que iba hacia el Leste y andarla toda por la costa"; basta con que le hagan notar la existencia de una nueva isla para que tenga ganas de visitarla. En el diario del tercer viaje, encontramos estas palabras decididas: "[...] todos los pospusiera por descubrir más tierras y ver los secretos dellas" (Las Casas, Historia, I, 136). "Descubrir más [era] lo que el mucho quisiera" (ibid., l, 136). En otro momento reflexiona: "Cuanto será el beneficio que de aquí se puede haber, yo no lo escribo; es cierto, Señores Príncipes, que donde hay tales tierras, que debe haber infinitas cosas de provecho; más yo no me detengo en ningún puerto porque querría ver todas las más tierras que yo pudiese para hacer relación dellas a Vuestras Altezas" (Diario, 27.11.1492). Las ganancias que "deben" encontrarse ahí sólo interesan secundariamente a Colón: lo que cuenta son las "tie­rras" y su descubrimiento. En verdad, éste parece estar sometido a un objetivo, que es el relato de viaje: diríase que Colón ha emprendido todo eso para poder hacer relatos inauditos, como Ulises; pero ¿acaso no es el mismo relato de viaje el punto de partida, y no solo el punto de llegada, de un nuevo viaje? ¿Acaso Colón mismo no partió porque había leído el relato de Marco Polo?
COLÓN HERMENEUTA
Para probar que la tierra que tiene ante los ojos es efectivamente el continente, Colón hace el siguiente razonamiento (en su diario del tercer viaje, transcrito por Las Casas): "Yo estoy creído que esta es tierra firme, grandísima, de que hasta hoy no se ha sabido, y la razón me ayuda grandemente por esto desde tan grande río y mar, que es dulce, y después me ayuda el decir de Esdras, en el libro IV, cap. 6, que dice que las seis partes de mundo son de tierra enjuta y la una de agua, el cual libro aprueba Sant Ambrosio en su Hexameron, y Sant Agustín [...]; y después desto, me ayuda el decir de muchos indios caníbales que yo he tornado otras veces, los cuales decían que al Austro dellos era tierra firme" (Historia, i, 138).
Tres argumentos vienen a apuntalar la convicción de Colón: la abundancia de agua dulce; la autoridad de los libros santos; la opinión de otros hombres que ha encontrado. Ahora bien, esta claro que estos tres argumentos no se deben colocar en el mismo piano, sino que revelan la existencia de tres esferas que comparten el mun­do de Colón: una es natural, la otra divina, y la tercera, humana. Así pues, quizás no sea casual el que hayamos encontrado tres móviles para la conquista: el primero humano (la riqueza), el segundo divino, y el tercero relacionado con el disfrute de la naturaleza. Y en su comunicación con el mundo, Colón muestra comportamientos diferentes, según que se este dirigiendo a la naturaleza, a Dios o a los hombres (o que éstos se dirijan a él). Volviendo al ejemplo de la tierra firme, si Colón tiene razón eso sólo se debe al primer argumento (y podemos ver, en su diario, que este sólo toma forma poco a poco, en el contacto con la realidad): al observar que el agua es dulce muy adentro en el mar, deduce de ello, en forma clarividente, la fuerza del río, y por lo tanto la distancia que este recorre; en consecuencia, se trata de un continente. En cambio, es muy probable que no haya entendido nada de lo que le decían los "indios caníbales". Anteriormente, en el mismo viaje, relata así sus conversaciones: "Dice [Colón] que es cierto que aquella era isla, que así lo decían los indios", y Las Casas añade: "Y así parece que no los entendía" (Historia, l, 135). En cuanto a Dios...
En efecto, no podemos considerar estas tres esferas en el mismo plano, como debían estarlo para Colón; para nosotros solo hay dos intercambios reales, el que se produce con la naturaleza y el que se produce con los hombres; la relación con Dios no está en el campo de la comunicación aunque pueda influir, o incluso predeterminar, toda forma de comunicación. Este es precisamente el caso de Colón: hay una relación segura entre la forma de su fe en Dios y la estrategia de sus interpretaciones.
Cuando se dice que Colón es creyente, el objeto importa menos que la acción: su fe es cristiana, pero uno tiene la impresión de que, aunque fuera musulmana, o judía, no hubiera actuado de otra manera; lo que importa es la fuerza de la creencia misma. "San Pedro cuando salto en la mar andovo sobr'ella en cuanto la fe fue firme. Quien toviere tanta fe como un grano de paniso le obedecerán las montañas; quien toviere fe demande, que todo se le dará; pusad y abriros han", escribe en el prefacio de su Libro de las profecías (1501). Por lo demás, Colón no sólo cree en el dogma cristiano: también cree (y no es el único en su época) en los cíclopes y en las sirenas, en las amazonas y eh los hombres con cola, y su creencia, que por lo tanto es tan fuerte como la de san Pedro, le permite encontrarlos. "Entendido también que lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros" (Diario, 4.11.1492). "El día pasado, cuando el Almirante iba al Río de Oro, dijo que vido tres serenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara" (9.1.1493). "Ellas [las mujeres del lugar] no usan ejercicio femenil, salvo arcos y flechas como los sobredichos de cañas, y se arman y cobijan con laminas de alambre de que tienen mucho" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). "Quedan de la parte de Poniente dos provincias que yo no he andado, la una de las cuales llaman Cibau, adonde nace la gente con cola" (ibid.).
Cierto es que la mas notable de las creencias de Colón es de origen cristiano: se refiere al paraíso terrenal. Leyó en la Imago Mundi de Pedro de Ailly que el paraíso terrenal debía encontrarse en una región templada mas allá del ecuador. No encuentra nada durante su primera visita al Caribe, lo cual no es de asombrar; pero ya de regreso, en las Azores, declara: "El Paraíso terrenal esta en el fin de Oriente, porque es lugar temperatísimo; así que aquestas tierras que agora él ha descubierto, dice el, es él fin de Oriente" (21.2.1493). El tema se vuelve obsesivo durante él tercer viaje, cuando Colón se acerca mas al ecuador. Primero cree; percibir una irregularidad en la redondez de la tierra: "Falle que [el mundo] no era redondo en la forma que escriben, salvo que es de la forma de una pera que sea toda muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón, que allí tiene mas alto, o como quien tiene una pelota muy redonda y en un lugar della fuese como una teta de muger allí puesta, y que esta parte deste pezón sea la más alta e mas propinca al cielo, y sea debajo la línea equinoccial, y en esta mar Océana, en el fin del Oriente" ("Carta a los Reyes", 31.8.1498).
Esa elevación (¡un pezón sobre una pera!) se convierte en un argumento más para afirmar que ahí se encuentra el paraíso terrenal. "Creo que allí es el Paraíso terrenal, adonde no puede llegar nadie, salvo por voluntad divina. [...] Yo no tomo quel Paraíso terrenal sea en forma de montaña áspera, como el escrebir dello nos muestra, salvo que sea en el colmo, allí donde dije la figura del pezón de la pera, y que poco a poco, andando hacia allí desde muy lejos, se va subiendo a el" (ibid.).
Podemos observar aquí la forma en que las creencias de Colón influyen en sus interpretaciones. No se preocupa por entender mejor las palabras de los que se dirigen a él, pues sabe de antemano que va a encontrar cíclopes, hombres con cola y amazonas. Bien ve que las sirenas no son, como se ha dicho; mujeres hermosas; pero, en vez de concluir que las sirenas no existen, corrige un prejuicio con otro: las sirenas no son tan hermosas como se supone. En otro momento, durante el tercer viaje. Colón se pregunta sobre el origen de las perlas que a veces traen los indios. El asunto tiene lugar frente a sus ojos; pero lo que relata en su diario es la explicación de Plinio, tomada de un libro: "Junto a la mar, infinitas ostias pegadas a las ramas de los árboles que entran en la mar, las bocas abiertas para recibir el rodo que cae de las hojas, hasta que cae la gotera de que se engendran las piedras, según dice Plinio y alega el Vocabulario que se lla­ma Catholicon" (Las Casas, Historia, I, 137). Lo mismo ocurre en el caso del paraíso terrenal: el signo constituido por el agua dulce (por lo tanto gran río, por lo tanto montaña) es interpretado, después de una breve vadladon, "conforme a la opinión destos santos e sacros teologos" (Historia, I, 141). "Yo muy asentado tengo en el ánimo que allí donde dije es el Paraíso terrenal, y descanso sobre las razones y autoridades sobreescriptas" ("Carta a los Reyes", 31.8.1498). Colón practica una estrategia "finalista" de la interpretacíon, al modo en que los Padres de la iglesia interpretaban la Biblia: el sentido final está dado desde un principio (es la doctrina cristiana); lo que se busca es el camino que une el sentido inicial (la sigmficación aparente de las palabras del texto bíblico) con este sentido último. Colón no debe nada de un empirista moderno: el argumento decisivo es un argumento de autoridad, no de experienda. Sabe de antemano lo que va a encontrar; la experienda concreta esta ahí para ilustrar una verdad que se posee, no para ser interrogada, según las reglas preestablecidas, con vistas a una búsqueda de la verdad.
Aunque Colón siempre era finalista, hemos visto que era más perspicaz cuando observaba la naturaleza que cuando trataba de entender a los indígenas. Su comportamiento hermenéutico no es exactamente el mismo en un caso que en el otro, como podremos ver ahora con mayor detalle.
"De muy pequeña edad entré en la mar navegando y lo he continuado fasta oy. La mesma arte inclina a quien le prosigue a desear de saber los secretes d'este mundo", escribe Colón en el inicio del Libro de las Profecías (1501). Insistiremos aquí en la palabra "mundo" (por oposición a "hombres"): el que se identifica con la profesión de marino más bien se relaciona con la naturaleza que con sus prójimos; y en su mente la naturaleza ciertamente es más afín a Dios que los hombres: Colón escribe de un sólo trazo, en el margen de la Geografia de Tolomeo: "Admirable es la arremetida tumultuosa del mar. Admirable es Dios en las profundidades." Los escritos de Colón, y muy particularmente el diario del primer viaje, revelan una atención constante a todos los fenómenos naturales. Peces y pájaros, plantas y animales son los personajes principales de las aventuras que relata. "Pescando los marineros con redes, tomaron un pece, entre otros muchos, que parecia propio puerco, no como tonina, y era todo concha muy tiesa y que no tenía cosa blanda sino la cola y los ojos, y un agujero debajo della para expeler sus superfluidades; mandolo salar para llevarlo a los reyes" (16.11.1492). "Vinieron al navio más de cuarenta pardeles juntos y dos alcatraces, y al uno le dio una pedrada un mozo de la carabela. Vino a la nao un rabiforcado y una blanca como gaviota" (4..10.1492). "Y vide muchos arboles muy disformes de los nuestros, y dellos muchos que tenían los ramos de muchas maneras y todo en un pie, y un ramito es de una manera y otro de otra, y tan disforme, que es la mayor maravilla del mundo cuanta es la diversidad de la una manera a la otra; verbigracia, un ramo tenía las fojas a manera de cañas y otro de manera de lentisco, y así en un solo árbol de cinco o seis destas maneras, y todos tan diversos" (16.10.1492). Durante el tercer viaje hace escala en las islas del Cabo Verde, que sirven en aquella época a los Portugueses como lugar de deportación para todos los leprosos del reino. Se supone que éstos se van a curar comiendo tortugas y lavándose con su sangre. Colón no presta ninguna atención a los leprosos y a sus singulares costumbres; pero se lanza de inmediato a una larga descripción de las costumbres de las tortugas. El naturalista aficionado se vuelve también etólogo experimental en la célebre escena del combate entre un pecarí y un mono, descrita por Colón en un momento en que su situación es casi trágica y en que uno no espera verlo concentrarse en la observacion de la naturaleza: "Animalias menudas y grandes hay hartas y muy diversas de las nuestras. Dos puercos hube yo en presente, y un perro de Irlanda no osaba esperarlos. Un ballestero había herido una animalia, que se parece a gato paul, salvo que es mucho mas grande, y el rostro de hombre: teniale atravesado con una saeta desde los pechos a la cola, y porque era feroz le hubo de cortar un brazo y una pierna: el puerco en viéndole se le encrespó y se fue huyendo: yo cuando esto vi mandé echarle begare, que así se llama adonde estaba: en llegando a el, así estando a la muerte y la saeta siempre en el cuerpo, le echó la cola por el hocico y se la amarro muy fuerte, y con la mano que le quedaba le arrebato por el copete como a enemigo. El auto tan nuevo y hermosa montena me hizó escribir ésto" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503).
Colón, atento a los animales y a las plantas, lo es aún más para todo lo relacionado con la navegación, aún si esta atención tiene más que ver con el sentido práctico del marino que con la observación científica rigurosa. Como conclusión al prólogo de su primer diario, se conmina a sí mismo de la siguiente manera: "Y sobre todo, cumple mucho que yo olvide el sueño y tiente mucho el navegar, porque así cumple, las cuáles serán gran trabajo", y se puede decir que se obedeció al pie de la letra: no hay un día sin anotaciones referentes a las estrellas, los vientos, la profundidad del mar, el relieve de la costa; los principios teológicos no intervienen aquí. Mientras que Pinzón, comandante de la segunda nave, desaparece en busca del oro. Colón pasa su tiempo haciendo levantamientos geográficos: "Esta noche toda estuvo a la corda, como dicen los marineros, que es andar barloventeando y no andar nada, por ver un abra, que es una abertura de sierras como entre sierra y sierra, que le comenzó a ver al poner del sol, adonde se mostraban dos grandísimas montañas" (Diario, 13.11.1492).
El resultado de esta observación vigilante es que Colón logra verdaderas hazañas en materia de navegacion (a pesar del naufragio de su nave): siempre sabe elegir los mejores vientos y las mejores velas; inaugura la navegación siguiendo a las estrellas y descubre la declinación magnética; uno de sus compañeros del segundo viaje, Michele de Cuneo, que no trata de halagarlo, escribe: "Durante las navegaciones, le bastaba mirar una nube o una estrella en la noche para saber lo que iba a suceder y si iba a haber mal tiempo." En otras palabras, sabe interpretar los signos de la naturaleza en función de sus intereses; por lo demás, la única comunicación verdaderamente eficaz que establece con los indígenas se efectúa sobre la base de su ciencia de las estrellas: es cuando, con una solemnidad digna de las tiras comicas clásicas, aprovecha su conocimiento de un inminente eclipse lunar. Varado desde hace ocho meses en la costa de Jamaica, ya no logra convencer a los indios de que le traigan comida gratis; los amenaza entonces con robarles la luna y, la noche del 29 de febrero de 1504, empieza a poner en ejecución su amenaza, ante los ojos aterrados de los caciques... El exito es inmediato.
Pero en Colón coexisten (para nosotros) dos personajes, y en el momento en que ya no esta enjuego el oficio de navegante, la estrategia finalista se vuelve primordial en su sistema de interpretación: está ya no consiste en buscar la verdad, sino en encontrar confirmaciones para una verdad conocida de antemano (o, como se dice, en tomar sus deseos por realidades). Por ejemplo, durante todo el pri­mer viaje de travesía (Colón toma poco más de un mes para ir de las Canarias a Guanahaní, la primera isla que ve en el Caribe), está buscando indicios de la tierra; los encuentra, claro está, sólo una semana después de su partida. "Vieron mucha hierba y muy a menudo, y era hierba que juzgaban ser de penas" (17.9.1492). "Aparecio a la parte del Norte una gran cerrazón, que es serial de estar sobre la tierra" (18.9.1492). "Vinieron unos lloviznos sin viento, lo que es señal cierta de tierra" (19.9.1492). "Vinieron a la nao dos alcatraces y después otro, que fue señal de estar cerca de tierra" (20.9.1492). "Vieron una ballena, que es señal que estaban cerca de tierra, porque siempre andan cerca" (21.9.1492). Colón ve "señales" todos los días, y sin embargo ahora sabemos que esas señales mentían (o que no había señales), puesto que no llegarán a tierra sino el 12 de octubre, o sea, más de veinte días después.
En el mar, todas las señales indican la cercanía de la tierra, puesto que eso es lo que desea Colón. En tierra, todas las señales revelan la presencia del oro: también de eso esta convencido de antemano. "Dice más, que creía que habia grandísimas riquezas y piedras preciosas y especiería en ellas" (14.11.1492). "Y creía el Almirante debía haber buenos ríos y mucho oro" (11.1.1493). A veces la afirmación de esa convicción se mezcla ingenuamente con la admisión de ignorancia. "Y aun creo que ha en ellas muchas herbias y muchos árboles que valen mucho en España para tinturas y medicinas de especería, más yo no los cognozco, de lo que llevo grande pena" (19.10.1492). "Y después ha arboles de mil maneras y todos de su manera fruto, y todos huelen que es maravilla, que yo estoy el más penado del mundo de no los cognoscer, porque soy bien cierto que todos son cosa de valía" (21.10.1492). Durante el tercer viaje, sigue con el mismo esquema de pensamiento: piensa que esas tierras son ricas, pues desea que lo sean; su convicción siempre es anterior a la experiencia. "Y también [quisiera] penetrar los secretos de aquellas tierras, que no creía ser posible que no tuviesen cosas de valor" (Las Casas, Historia,I, 136).
¿Cuáles son las "señales" que le permiten confirmar sus convicciones? ¿Cómo procede Colón hermeneuta? Un río le recuerda al Tajo. "Acordóse que en el río Tejo que al pie de el junto a la mar se hallo oro, y parecióle que cierto debía tener oro" (Diario, 25.11.1492): no sólo no prueba nada una vaga analogía de este tipo, sino que hasta el punto de partida es falso: el Tajo no lleva oro. O también: "Dice que donde cera hay también debe haber otras mil cosas buenas" (29.11.1492): esta inferencia no alcanza la categoría del célebre "no hay humo sin fuego"; lo mismo pasa con otra, en que la belleza de la isla lo lleva a la conclusión de que posee riquezas.
Uno de sus corresponsales, mosén Jaume Ferrer, le había escrito en 1495: "La mayor parte de las cosas buenas vienen de región muy caliente, donde los moradores de allá son negros o loros. . ." Los negros y los loros se consideran entonces como señales (pruebas) de calor, y este último, como señal de riquezas. No es de asombrar entonces que Colón nunca deje de anotar la abundancia de loros, la negrura de la piel y la intensidad del calor. "Los indios que traía en el navío tenían entendido que el Almirante deseaba tener algún papagayo" (13.12.1492): ¡ahora sabemos por qué! En el tercer viaje, va más al sur: "Allí es la gente negra en extrema cantidad, y después que allí navegué al Occidente tan extremos calores" ("Carta a los Reyes", 31.8.1498). Pero el calor es bienvenido: "Por este calor que allí el Almirante dice que padecía, arguye que en estas Indias y por allí donde andaba debía de haber mucho oro" (Diario, 21.11.1492). Las Casas hace notar con acierto a propósito de otro ejemplo semejante: "Y es cosa maravillosa como lo que el hombre mucho desea y asienta una vez con firmeza en su imaginación, todo lo que oye y ve, ser en su favor a cada paso se le antoja" (Historia, I, 44).
La búsqueda de la localización de la tierra firme (del continente) representa otro ejemplo asombroso de este comportamiento. Desde el primer viaje, Colón registra en su diario la informacion pertinente: "Aquella isla Española [Haití], o la otra isla Yamaye [Jamaica], estaba cerca de tierra firme diez jornadas de canoa, que podía ser sesenta o setenta leguas, y que era la gente vestida allí" (6.1.1493). Pero tiene sus convicciones, a saber que la isla de Cuba es la que for­ma parte del continente (de Asia), y decide eliminar toda informa­ción que tienda a probar lo contrario. Los indios que encontro Colón le decían que esa tierra (Cuba) era una isla; como la información no le convenía, ponía en entredicho la calidad de sus informadores. "E como ellos son gente bestial e piensan que todo el mundo es islas e non saben que cosa sea tierra firme, ni tienen letras ni memorias antiguas, nin se deleitan en otra cosa sino en comer y en mugeres, dezían que era isla" (Bernáldez transcribiendo el diario del segundo viaje). Uno puede preguntarse precisamente en que el gusto por las mujeres invalida la afirmación de que ese país es una isla. Sea como fuere, hacia el final de esta segunda expedición asistimos a una escena célebre, y grotesca, en la que Colón renuncia definitivamente a verificar por la experiencia si Cuba es una isla, y decide aplicar el argumento de autoridad en lo que respecta a sus compañeros: todos bajan a tierra, y cada uno de ellos pronuncia un juramento en el que afirma "que ciertamente no tenía dubda alguna que fuese la tierra firme; antes lo afirmaba y defendería que es la tierra firme y no isla; y que antes de muchas leguas, navegando por la dicha costa, se fallaría tierra adonde tratan gente política de saber, y que saben el mun­do. [...] [Con] pena de diez mil maravedís por cada vez que lo que dijere cada uno que después en ningun tiempo el contrario dijese de lo que agora diría, e cortada la lengua; y si fuere grumete o persona de tal suerte, que le daría cien azotes y Ie cortarían la lengua" ("Juramento sobre Cuba", junio de 1494). ¡Asombroso en verdad! eso de jurar que se va a encontrar gente civilizada!
La interpretación de los signos de la naturaleza que practica Colón está determinada por el resultado al que tiene que llegar. Su hazaña misma, el descubrimiento de América, está en relación con el mismo comportamiento: no la descubre, la encuentra en el lugar donde "sabía" que estaría (en el lugar donde pensaba que se encontraba la costa oriental de Asia). "Siempre tuvo en su corazón -informa Las Casas-, por cualquier ocasión o conjetura que le hobiese a su opinion venido [era por las lecturas de Toscanelli y de las profecías de Esdras], que habiendo navegado de la isla del Hierro por este mar Oceano 750 leguas, pocas más o menos, había de hallar tierra" (Historia, I, 39). Cuando lleva recorridas setecientas cincuenta leguas, prohibe navegar de noche, por temor a dejar pasar la tierra, de la que sabe que esta muy cercana. Esta conviccion es muy anterior al viaje mismo. Fernando e Isabel se lo recuerdan en una carta que sigue al des­cubrimiento: "Todo lo que al principio nos dijistes que se podría alcanzar, por la mayor parte todo ha salido cierto, como si lo hobierades visto antes que nos lo dijésedes" (carta del 16.8.1494). Colón mismo, después de los hechos, atribuye su descubrimiento a ese saber a priori, que identifica con la voluntad divina y con las profecias (a las que, de hecho, recurre mucho en este sentido): "Ya dije que para la ejecución de la empresa de las Indias no me aprovechó razon ni matemática ni mapamundos; llenamente se cumplio lo que dijo Isaías" ("Prólogo" al Libro de las profecías, 1501). Igualmente, si Colón des­cubre (en el tercer viaje) el continente americano propiamente dicho, es porque busca de manera muy clara lo que llamamos América del Sur, como lo revelan sus anotaciones en el libro de Pedro de Ailly: por razones de simetría, debe haber cuatro continentes sobre el globo: dos en el norte, dos en el sur; o, vistos en el otro sentido, dos en el este, dos en el oeste. Europa y Africa ("Etiopía") forman la primera pareja norte-sur; Asia es el elemento norte de la segunda; queda por descubrir, no, por encontrar ahí donde esta su lugar, el cuarto continente. Con lo cual la interpretación "finalista" no es forzosamente menos eficaz que la interpretación empirista: los demás navegantes no osaban emprender el viaje de Colón, pues no tenían su certidumbre.
Este tipo de interpretación, fundado en la presciencia y la autoridad, no tiene nada de "moderno". Pero, como hemos visto, esta actitud se encuentra compensada por otra, que nos es mucho mas fami­liar; es la admiración intransitiva de la naturaleza, con tal intensidad que se libera de toda interpretación y de toda función: es un disfrute de la naturaleza que ya no tiene ninguna finalidad, y Las Casas da cuenta de este fragmento del diario del tercer viaje que muestra a Colón prefiriendo lo bello a lo útil: "Y dice que aunque otra cosa de provecho no se hobiese, sino estas tierras tan fermosas, [. . .] se deberían mucho de estimar" (Historia,I, 131). Nunca acababamos de enumerar todas las admiraciones de Colón. "Toda aquella tierra es montañas altísimas muy hermosas, y no secas ni de peñas, sino todas andables y valles hermosísimos. Y así los valles como las mon­tañas eran llenos de arboles altos y frescos, que era gloria mirarlos" (Diario, 26.11.1492). "Aquí son los peces tan disformes de los nuestros que es maravilla. Hay algunos hechos como gallos de las más finas colores del mundo, azules, amarillos, colorados y de todas colores, y otros pintados de mil maneras; y las colores son tan finas que no hay hombre que no se maraville y no tome gran descanso a verlos. También hay ballenas" (16.10.1492). "Aquí en toda la isla [los árboles] son todos verdes y las hierbas como en el abril en el Andalucía; y el cantar de los pajaritos que parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que escurecen el sol; y aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas de las nuestras que es maravilla" (21.10.1492). Hasta el soplo del viento, en ese lugar, es "muy amoroso" (24.10.1492).
Para describir su admiración por la naturaleza, Colón no puede dejar el superlativo. El verde de los arboles es tan intenso que ya no es verde. "Y los árboles de allí diz que eran tan viciosos que las hojas dejaban de ser verdes y eran prietas de verdura" (16.12.1492). "Vino el olor tan bueno y suave de flores o árboles de la tierra, que era la cosa más dulce del mundo" (19.10.1492). "Dice que es aquella isla la mas hermosa que ojos hayan visto" (28.10.1492). "Dijo que otra cosa mas hermosa no había visto, por medio del cual valle viene aquel río" (15.12.1492). "Es cierto que la hermosura de la tierra de estas islas, así de montes e sierras y aguas, como de vegas donde hay rios cabdales, es tal la vista que ninguna otra tierra que sol escaliente puede ser mejor al parecer ni tan fermosa" ("Memorial para Antonio de Torres", 30.1.1494).
Colón esta conscience de lo que pueden tener de inverosimil y, por ende, de poco convincente esos superlativos; pero asume los riesgos, puesto que le es imposible proceder de otra manera. "Hoy fue [...] a ver aquel puerto; el cual vido ser tal que afirmo que ninguno se le iguala de cuantos haya jamás visto, y excusase diciendo que ha loado los pasados tanto que no sabe como lo encarecer, y que teme que seajuzgado por manificador excesivo más de lo que es verdad. A esto satisface.. ." (Diario, 21.12.1492). Jura que no exagera en nada: "Dice tantas y tales cosas de la fertilidad y hermosura y altura de estas islas que hallo en este puerto, que dice a los Reyes que no se maravillen de encarecellas tanto, porque les certifica que cree que no dice la centésima parte" (14.11.1492). Y deplora la pobreza de sus palabras: "Iba diciendo a los hombres que llevaba en su compañía que para hacer relación a los Reyes de las cosas que vían no bastarán mil lenguas a referillo ni su mano para lo escribir, que le parecía que estaba encantado" (27.11.1492).
La conclusión de esta admiración ininterrumpida es lógica: es el deseo de no dejar ya este colmo de belleza. "Era gran placer ver aquellas verduras y arboledas, y de las aves, que no podía dejallas para se volver", leemos el 28 de octubre de 1492, y unos días más tarde concluye: "Fue cosa maravillosa ver las arboledas y frescuras y el agua clarísima y las aves y la amenidad, que dice que le parecía que no quisiera salir de allí" (27.11.1492). Los árboles son las verdaderas sirenas de Colón. Frente a ellos, olvida sus interpretaciones y su búsqueda de ganancia, para reiterar incansablemente aquello que no sirve para nada, que no lleva a nada, y que por lo tanto solo puede ser repetido: la belleza. "Se detenía más de lo que quería por el apetito y deleitación que tenía y recebía de ver y mirar la hermosura y frescura de aquellas tierras donde quiera que entraba" (27.11.1492). Tal vez vuelve a encontrar en eso un móvil que ha animado a todos los grandes viajeros, lo hayan sabido o no.
La observación atenta de la naturaleza conduce, pues, en tres direcciones diferentes: a la interpretación puramente pragmática y eficaz, cuando se trata de asuntos de navegación; a la interpretación finalista, en la que los signos confirman las creencias y las esperanzas que uno tiene, para toda otra materia; por último, a ese rechazo de la interpretación que es la admiracion intransitiva, la sumisión absoluta a la belleza, en la que uno ama un árbol porque es bello, porque es, no porque podra utilizarlo como mastil de una nave o porque su presencia promete riquezas. Frente a los signos humanos el comportamiento de Colón habrá de ser, finalmente, más sencillo.
De unos a otros, hay solución de continuidad. Los signos de la naturaleza son indicios, asociaciones estables entre dos entidades, y basta con que una esté presente para que se pueda inferir inmediatamente la otra. Los signos humanos, es decir, las palabras de la lengua, no son simples asociaciones, no relacionan directamente un sonido con una cosa, sino que pasan por intermedio del sentido, que es una realidad intersubjetiva. Ahora bien, y éste es el primer hecho notable, en materia de lenguaje Colón sólo parece prestar atención a los nombres propios, que en ciertos aspectos son lo que está más emparentado con los indicios naturales. Observemos primero esta atención y, para empezar, la preocupación que Colón dedica a su propio nombre; a tal punto que, como se sabe, cambia varias veces su ortografia en el curso de su vida. Una vez más, cedo aquí la palabra a Las Casas, gran admirador del Almirante y fuente única de innumerables tranformaciones que a él se refieren, y quien revela el sentido de esos cambios (Historia, I, 2): "Pero este ilustre hombre, dejado el apellido introducido por la costumbre, quiso llamarse Colón, restituyéndose al vocablo antiguo, no tanto acaso, según es de creer, cuanto por voluntad divina, que para obrar lo que su nombre y sobrenombre significaba lo elegía. Suele la divina Providencia ordenar que se pongan nombres y sobrenombres a personas que señala para servir conformes a los oficios que les determina cometer, según asaz parece por muchas partes de la Sagrada Escritura; y el Filosofo, en el IV de la Metafísica, dice que los nombres deben convenir con las propiedades y oficios de las cosas. Llamose, pues, por nombre, Cristóbal, conviene a saber, Christum ferens, que quiere decir traedor o llevador de Cristo, y así se firmaba el algunas veces; como en la verdad el haya sido el primero que abrió las puertas deste mar Océano, por donde entró y él metió a estas tierras tan remotas y reinos hasta entonces tan incógnitos a nuestro Salvador Jesucristo. [...] Tuvo por sobrenombre Colón, que quiere decir poblador de nuevo, el cual sobrenombre le convino en cuanto por su industria y trabajos fue causa que descubriendo a estas gentes, infinitas animas dellas, mediante la predicación del Evangelio [...] hayan ido y vayan cada día a poblar de nuevo aquella triunfante ciudad del cielo. También le convino, porque de España trujo el primero gente (si ella fuera cual debía ser) para hacer colonias, que son nuevas poblaciones traídas de fuera, que puestas y asentadas entre los naturales, constituyeran una nueva, [...] cristiana Iglesia y felice república."
Colón (ya se entiende por que me importa esta ortografia) y después de él Las Casas, como muchos de sus contemporáneos, creen entonces que los nombres, o por lo menos los nombres de las personas excepcionales, deben constituir la imagen de su ser; y Colón había conservado en su persona dos rasgos dignos de figurar hasta en su nombre: el evangelizador y el colonizador; después de todo, no estaba equivocado. La misma atención al nombre, rayana en el fetichismo, se manifiesta en los cuidados con que rodea su firma; pues no firma, como cualquiera, con su nombre, sino con una rubrica particularmente elaborada -tan elaborada, por cierto, que todavía no se ha llegado a descifrar su secreto-; y no se conforma con utilizarla, sino que también la impone a sus herederos; en efecto, leemos en la insti­tución de mayorazgo: "Don Diego, mi hijo, o cualquier otro que heredare este mayorazgo, después de haber heredado y estado en posesión de ello, firme de mi firma, la cual agora acostumbro, que es una X con una S encima y una M con una A romana encima, y encima de ella una S y después una Y griega con una S encima, con sus rayas y virgulas, como yo agora fago y se parecerá por mis firmas, de las cuales se hallarán muchas y por esta parecera" (22.2.1498).
¡Hasta los puntos y las comas estan reglamentados de antemano! Esta atención extrema a su propio nombre encuentra una prolongación natural en su actividad de nominador, en el curso de sus viajes. Como Adán en el paraíso, Colón se apasiona por la eleccion de los nombres del mundo virgen que tiene ante los ojos, y, como en su propio caso, esos nombres deben estar motivados. La motivacion se establece de varias maneras. Al principio, asistimos a una especie de diagrama: el orden cronológico de los bautizos corresponde al orden de importancia de los objetos asociados con esos nombres. Seran, en este orden: Dios; la virgen María; el rey de España; la reina; la heredera real. "A la primera [isia] que yo falle puse su nombre San Salvador, a conmemoracion de su alta Magestad, el cual maravillosamente todo esto ha dado; los indios la llaman Guanahani. A la segunda puse nombre la isia de Santa Maria de Concepción, a la tercera, Fernandina, a la cuarta, la Isabel, a la quinta, isla Juana, e así a cada una nombre nuevo" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493).
Colón, entonces, sabe perfectamente que esas islas ya tienen nom­bres, naturales en cierta forma (pero en otra acepción del término); sin embargo, las palabras de los demás le interesan poco y quiere volver a nombrar los lugares en funcion del sitio que ocupan en su descubrimiento, darles nombres justos; además, el dar nombres equivale a una toma de posesión. Mas tarde, cuando ha agotado un poco el registro religioso y el de la realeza, recurre a una motivación mas tradicional, por parecido directo, cuya justificación también nos da.
"Al cual [cabo] puse nombre cabo Fermoso, porque así lo es" (19.10.1492). "[Las] llamo las islas de Arena por el poco fondo que teman de la parte del sur hasta seis leguas" (27.10.1492). "Vido cabo lleno de palmas y púsole cabo de Palmas" (30.10.1492). "Hay un cabo que entra mucho en la mar alto y bajo, y por eso le uso nom­bre cabo Alto y Bajo" (19.12.1492). "Hallaban metidos por los aros de los barriles pedacitos de oro, y lo mismo que en los aros de la pipa. Puso por nombre el Almirante al río el río de Oro" (8.1.1493). "Cuando vido la tierra, llamo a un cabo que vido el cabo de Padre e Hijo, porque a la punta de la parte del leste tiene dos farallones, mayor el uno que el otro" (12.1.1493; i, 195). "Llamé allí a este lugar Jardines, porque así conforman por el nombre" ("Carta a los Reyes", 31.8.1498).
Las cosas deben tener los nombres que les convienen. En ciertos días esta obligación precipita a Colón en un estado de verdadera rabia nominativa. Así, el 11 de enero de 1493: "Navego al este, hasta un cabo que llamo Belprado, cuatro leguas; y de allí al sueste esta el monte a quien puso monte de Plata, y dice que hay ocho leguas. De allí al cabo del Belprado al leste, cuarta del sueste, esta el cabo que dijo del Angel, y hay diez y ocho leguas. [...] Del cabo del Angel al es­te, cuarta del sueste, hay cuatro leguas, a una punta que puso del Hierro; y al mismo camino, cuatro leguas, esta una punta que llamo la Punta Seca; y de allí al mismo camino, a seis leguas, esta el cabo que dijo Redondo; y de allí al leste esta el cabo Frances. . ." Su placer parece ser tan grande que en ciertos días da sucesivamente dos nom­bres al mismo lugar (así, el 6 de diciembre de 1492 un puerto que al amanecer fue nombrado María se convierte en San Nicolás a la hora de visperas); en cambio, si alguien más quiere imitarlo en su acción nominadora, anula la decision para imponer sus propios nom­bres: durante su escapatoria, Pinzón habia dado su nombre a un río (cosa que el Almirante nunca hace), pero Colón se apresura a volverlo a bautizar "rio de Gracia". Ni siquiera los indios escapan a la marejada de nombres: los primeros hombres que se lleva de vuelta a España reciben los nuevos nombres de don Juan de Castilla y don Fernando de Aragon.
El primer gesto que hace Colón al entrar en contacto con las tierras recién descubiertas (es decir, el primerísimo contacto entre Europa y lo que habrá de ser América) es una especie de acto de nominación extendido: se trata de la declaración según la cual esas tierras forman parte, desde entonces, del reino de Espana. Colón baja a tierra en una barca decorada con el pendón real, y acompañado por sus dos capitanes, así como por el notario real provisto de su tintero. Ante los ojos de los indios probablemente perplejos, y sin preocuparse para nada de ellos, Colón hace levantar un acta. "Dijo que le diesen por fe y testimonio como el por ante todos tomaba, como de hecho tomo posesión de la dicha isla por el Rey e por la Reina sus señores. . ." (12.10.1492). El que este sea el primerísimo acto realizado por Colón en América nos dice mucho sobre la importancia que tenían para el las ceremonias de nominación; ahora bien, como ya hemos dicho, los nombres propios constituyen un sector muy particular del vocabulario: desprovistos de sentido, solo estan al servicio de la denotación pero no, directamente, de la comunicación humana; se dirigen a la naturaleza (al referente), y no a los hombres; a pesar de los indicios, son asociaciones directas entre secuencias sonoras y segmentos del mundo. La parte de la comunicación humana que capta la atención de Colón es entonces precisamente aquel sector del lenguaje que sólo sirve, por lo menos en un primer tiempo, para designar a la naturaleza.
En cambio, cuando tienen que ver con el resto del vocabulario, Colón demuestra muy poco interés y revela aún más su concepción ingenua del lenguaje, puesto que siempre percibe los nombres confundidos con las cosas: toda la dimensión de la intersubjetividad, del valor recíproco de las palabras (por oposición a su capacidad denotativa), del carácter humano, y por lo tanto arbitrario, de los signos se le escapa. Veamos un episodio significativo, una especie de parodia del trabajo etnográfico: una vez que ha aprendido la palabra India "cacique", se esfuerza más por ver a qué palabra española corresponde exactamente que por saber cuál es su significado en la jerarquía, convencional y relativa, de los indios, como si fuera evidente que los indios establecen las mismas distinciones que los españoles; como si el uso español no fuera una convención entre otras, sino el estado natural de las cosas: "Hasta entonces no había podido entender el Almirante si lo dicen por rey o por gobernador, y otro nombre por grande que llaman nitayno; no sabía si lo decían por hidalgo o gobernador o juez" (Diario, 23.12.1492). Colón no duda un instante de que los indios distingan, como los españoles, entre grande, hidalgo y gobernador; su curiosidad, que por lo demás es limitada, sólo se refiere al equivalente indio exacto de esos términos. Para él, todo el vocabulario está hecho a imagen de los nombres propios y éstos vienen naturalmente de las propiedades de los objetos que señalan: el Colónizador debe llamarse Colón. Las palabras son, y sólo son, la imagen de las cosas.
Tampoco sorprenderá ver cuán poca atención dedica Colón a las lenguas extranjeras. Su reacción espontánea, que no siempre hace explícita pero que subyace en su comportamiento, es que, en el fondo, la diversidad lingüística no existe, puesto que la lengua es natu­ral. El asunto es tanto más asombroso cuanto que Colón mismo es políglota, y al mismo tiempo carece de lengua materna: emplea igualmente bien (o mal) el genovés, el latín, el portugués, el español; pero las certidumbres ideológicas siempre han sabido dominar las contingencias individuales. Su misma convicción de que Asia está cerca, que le da el valor de partir, descansa en un malentendido lingüístico caracterizado. La opinión común de su tiempo quiere que la tierra sea redonda, pero se piensa, y con razón, que la distancia entre Europa y Asia por la vía occidental es muy grande, incluso insalvable. Colón toma por autoridad al astrónomo árabe Alfragano, que indica con bastante exactitud la circunferencia de la tierra, pero que se expresa en millas árabes, superiores en un tercio a las millas italianas familiares a Colón. Ahora bien, éste no puede imaginar que las medidas sean convencionales, que el mismo término tenga significados diferentes según las diferentes tradiciones (o lenguas, o contextos); traduce entonces en millas italianas, y la distancia le parece a la medida de sus fuerzas. Y aunque Asia no esté donde cree que se encuentra, tiene el consuelo de descubrir América...
Colón desconoce pues la diversidad de las lenguas, lo cual, frente a una lengua extranjera, sólo le deja dos posibilidades de comportamiento complementarias: reconocer que es una lengua pero negarse a creer que sea diferente, o reconocer su diferencia pero negarse a admitir que se trate de una lengua... Esta última reacción es la que provocan los indios que encuentra muy al principio, el 12 de octubre de 1492; al verlos, se promete: "Yo, placiendo a Nuestro Señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a V.A. para que deprendan fablar" (estos términos chocaron tanto a los diferentes traductores franceses de Colón que todos ellos corrigieron: "que aprendan nuestra lengua"). Más tarde, admite que tienen una lengua pero no llega a acostumbrarse totalmente a la idea de que es diferente, y persiste en oír palabras familiares en lo que dicen, y en hablarles como si debieran comprenderlo, o en reprocharles la mala pronunciación de nombres o de palabras que cree reconocer. Con ayuda de la deformación auditiva. Colón emprende diálogos chuscos e imaginarios, el más prolongado de los cuales se refiere al Gran Kan, objetivo de su viaje. Los indios enuncian la palabra Cariba, para designar a los habitantes (antropófagos) del Caribe. Colón oye caniba, es decir la gente del Kan.
Pero también entiende que según los indios esos personajes tienen cabezas de perro (can) con las que, precisamente, se los comen. Pero eso sí le parece una fábula, y se la reprocha a los indios: "Y creía el Almirante que mentían, y sentía el Almirante que debían de ser del señorío del Gran Can, que los captivaban" (26.11.1492).
Cuando Colón reconoce por fin la extraneza de una lengua, quisiera que por lo menos fuera también igual a todas las demás; en suma, por un lado están las lenguas latinas, y por el otro las lenguas extranjeras; los parecidos son grandes en el interior de cada grupo, si juzgamos sobre la base de la facilidad que tiene Colón para las primeras, y por el especialista en lenguas que se lleva consigo, para las segundas: cuando oye hablar de un gran cacique en el interior de las tierras, el cual imagina que es el Kan, es decir el emperador de Chi­na, le envía como emisario "un Luis de Torres, que había vivido con el Adelantado de Murcia, y había sido judío y sabía diz que hebraico y caldeo, y aun algo arábigo" (2.11.1492). Cabe preguntarse en qué idioma se habrían desarrollado las conversaciones entre Colón y el cacique indio, alias emperador de China; pero este último no acudió a la cita.
El resultado de esa falta de atención al idioma del otro es fácil de prever: en realidad, durante todo el primer viaje, antes de que hubieran aprendido a "hablar" los indios que se llevó a España, la incomprensión es total, o, como dice Las Casas al margen del diario de Colón: "Al revés entendían de lo que los indios por señas les hablaban" (30.10.1492). Después de todo, el asunto no es chocante, ni siquiera sorprendente; en cambio, lo que sí sorprende es el hecho de que Colón pretenda regularmente que comprende lo que le dicen, al tiempo que da pruebas de su incomprensión. Por ejemplo, el 24 de octubre de 1492 escribe: "Oí de esta gente que [la isla de Cuba] era muy grande y de gran trato y había en ella oro y especerías y naos grandes y mercaderes." Pero dos líneas más adelante, el mismo día, añade "por lengua no los entiendo". Lo que "oye", pues, es sencillamente un resumen de los libros de Marco Polo y de Pedro de Ailly. "Entendía el Almirante que allí venían naos del Gran Can, y grandes, y que de allí a tierra firme había jornada de diez días" (28.10.1492). "Torno a decir como otras veces dije, dice él, que Caniba no es otra cosa sino la gente del Gran Can, que debe ser aquí muy vecino." Y añade este sabroso comentario: "Cada día entendemos más a estos indios y ellos a nosotros, puesto que muchas veces hayan entendido uno por otro (dice el Almirante)" (11.12.1492). Contamos con otro relato que ilustra la forma en que los hombres de Colón se hacían entender por los indios: "Y creyendo que saliendo dos o tres hombres de las barcas no temieran, salieron dos cristianos diciendo que no hobiesen miedo en su lengua, porque sabían algo de ella por la conversación de los que traen consigo. En fin, dieron todos a huir, que ni grande ni chico quedó" (27.11.1492).
Por lo demás, Colón no siempre se deja engañar por sus ilusiones, y admite que no hay comunicación (lo cual vuelve todavía más problemáticas las "informaciones" que cree sacar de sus conversaciones): "No sé la lengua, y la gente de estas tierras no me entienden ni yo ni otro que yo tenga a ellos" (27.11.1492). Y también dice que no entendía su lengua "sino por discreción" (15.1.1493); sin embar­go, ya sabemos lo poco confiable que es ese método...
La comunicación no verbal no logra mayores éxitos que el intercambio de palabras. Colón se apresta a desembarcar en la ribera con sus hombres. "Uno de ellos [los indios que habían venido] se adelantó en el río junto con la popa de la barca e hizo una grande plática que el Almirante no entendía [no es de sorprender], salvo que los otros indios de cuando en cuando alzaban las manos al cielo y daban una grande voz. Pensaba el Almirante que lo aseguraban y que les placía de su venida [típico ejemplo de wishful thinking}; pero vido al indio que consigo traía [y que sí entendía el idioma] demudarse la cara y amarillo como la cera, y temblaba mucho, diciendo por señas que el Almirante se fuese fuera del río, que los querían matar" (3.12.1492). Y aun cabe preguntar si Colón entendio bien lo que el indio le decía "por señas". Y aquí tenemos un ejemplo de emisión simbólica casi tan lograda como la anterior: "Ya deseaba mucho haber lengua [con los indios], y no tenía ya cosa que me pareciese que era de mostrarles para que viniesen, salvo que hice sobir un tamborín en el castillo de popa que tañesen, e unos mancebos que danzasen, creyendo que se allegarían a ver la fiesta; y luego que vieron tañer y danzar todos dejaron los remos y echaron mano a los arcos y los encordaron, y embrazó cada uno su tablachina, y comenzaron a tirarnos flechas" ("Carta a los Reyes"., 31.8.1498).
Estos fracasos no sólo se deben a la falta de comprensión del idio­ma, a la ignorancia de las costumbres de los indios (aunque Colón hubiera podido tratar de superarlas): los intercambios con los europeos no tienen mucho más exito. Así, en el camino de regreso del primer viaje, en las Azores, vemos a Colón cometer falta tras falta en su comunicación con un capitán portugués que le es hostil: Colón, demasiado crédulo al principio, ve cómo arrestan a sus hombres, cuando esperaba tener la mejor de las acogidas; más tarde, con grosero disimulo, no logra atraer a ese capitán a su barco, para encerrarlo a su vez. Su percepción de los mismos hombres que lo rodean no es muy clarividente: aquellos a quienes da toda su confianza (como Roldán, u Hojeda) se ponen inmediatamente en contra suya, mientras que descuida a personas que le son realmente fieles, como Die­go Méndez.
Colón no tiene éxito con la comunicación humana porque no le interesa. En su diario del 6 de diciembre de 1492 leemos que los indios que llevó a bordo de su barco tratan de escaparse y se inquietan por verse lejos de su isla. "Ni los entendía bien ni ellos a él, y diz que habían el mayor miedo del mundo de la gente de aquella isla. Así que, por querer haber lengua con la gente de aquella isla, le fuera necesario detenerse algunos días en aquel puerto, pero no lo hacía por ver mucha tierra y por dudar que el tiempo le duraría." Todo está en el encadenamiento de estas cuantas frases: la percepción sumaria que tiene Colón de los indios, mezcla de autoritarismo y condescendencia; la incomprensión de su lengua y de sus señas; la facilidad con que se enajena la voluntad del otro en aras de un mejor conocimiento de las islas descubiertas; la preferencia por las tierras frente a los hombres. En la hermenéutica de Colón, éstos no tienen un lugar aparte.
COLÓN Y LOS INDIOS
Colón sólo habla de los hombres que ve porque, después de todo, ellos también forman parte del paisaje. Sus menciones de los habitantes de las islas siempre aparecen entre anotaciones sobre la naturaleza, en algún lugar entre los pájaros y los árboles. "En las tierras hay muchas minas de metales e hay gente [en] inestimable número" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). "Siempre en lo que hasta allí había descubierto iba de bien en mejor, así en las tierras y arboledas y hierbas y frutos y flores como en las gentes" (Diario, 25.11.1492). "Las [raíces] de aquel lugar eran tan gordas como la pierna, y aquella gente todos diz que eran gordos y valientes" (16.12.1492): bien se ve de qué modo se introduce a la gente, al abrigo de una comparación necesaria para describir las raíces. "Aquí fallaron que las mujeres casadas traían bragas de algodón, las mozas no, salvo algunas que eran ya de edad de diez y ocho años. Y ahí había perros mastines y branchetes, y ahí fallaron uno que había al nariz un pedazo de oro que sería como la mitad de un castellano" (17.10.1492): esta mención de los perros en medio de las observaciones sobre las mujeres y los hombres indica claramente en qué registro quedarán integrados éstos.
Fig. 3. Colón desembarca en Haití

Fig. 4. Los españoles levantan la cruz en América


La primera mención de los indios es significativa: "Luego vinieron gente desnuda. . ."'.(12.10.1492). El asunto es cierto; no por ello es menos revelador el que la primera característica de esas gentes que impresiona a Colón sea la falta de ropa -la cual a su vez simboliza la cultura (de ahí viene el interés de Colón por las personas vestidas, que podrían integrarse más a lo que se sabe del Gran Kan; está un poco decepcionado por no haber encontrado más que salvajes). Y vuelve la afirmación: "Desnudos todos, hombres y mujeres, como sus madres los parió [sic]" (6.11.1492). "Este rey y todos los otros andaban desnudos como sus madres los parieron, y así las mujeres, sin algún empacho" (l6.12.1492): al menos las mujeres hubieran podido hacer algún esfuerzo. A menudo sus observaciones se limitan llanamente al aspecto físico de la gente, a su estatura, al color de su piel (más apreciada en la medida en que es más clara, es decir, más semejante). "Ellos son de la color de los cartarios, ni negros, ni blancos" (12.10.1492). ". . que son blancos más que los otros, y que entre los otros vieron dos mujeres mozas tan blancas como podían ser en Espana" (13.12.1492). "Hay muy lindos cuerpos de mujeres" (21.12.1492). Y concluye con asombro que, aunque vayan desnu­dos, los indios parecen estar más cerca de los hombres que de los animales. "Todas aquellas gentes isleñas e de la tierra firme de allá, aun­que parescen bestiales e andan desnudos, [...] les parescieron ser bien razonables e de agudos ingenios" (Bernáldez)".
Los indios, físicamente desnudos, también son, para los ojos de Colón, seres despojados de toda propiedad cultural: se caracterizan, en cierta forma, por la ausencia de costumbres, ritos, religión (lo que tiene cierta lógica, puesto que, para un hombre como Colón, los seres humanos se visten después de su expulsión del paraíso, que a su vez es el origen de su identidad cultural). Además, también está su costumbre de ver las cosas como le conviene, pero es significativo el hecho de que lo lleva a la imagen de la desnudez espiritual. "Me pareció que era gente muy pobre de todo", escribe en el primer encuentro, y también: "Me pareció que ninguna secta tenían" (12.10.1492). "Esta gente es muy mansa y muy temerosa, desnuda como dicho tengo, sin armas y sin ley" (4.11.1492). "Ellos no tienen secta nin­guna ni son idólatras" (27.11.1492). Ya se sabe que los indios están desprovistos de lengua; ahora se descubre que carecen de ley y reli­gión, y, si bien tienen una cultura material, ésta no es más digna de atraer la atención que su cultura espiritual: "Traían ovillos de algodón filado y papagayos y azagayas y otras cositas que sería tedio de escrebir" (13.10.1492): lo importante, claro está, era la presencia de los papagayos. Su actitud frente a esta otra cultura es, en el mejor de los casos, la del coleccionista de curiosidades, y nunca la acompaña un intento de comprensión: al observar por vez primera construcciones con trabajo de albañilería (durante el cuarto viaje, en la costa de Honduras), se conforma con ordenar que arranquen un trozo para guardarlo como recuerdo.
No tiene nada de asombroso el que los indios, culturalmente vírgenes, página blanca que espera la inscripción española y cristiana, se parezcan entre sí. "La gente toda era una con los otros ya dichos, de las mismas condiciones, y así desnudos y de la misma estatura" (17.10.1492). "Vinieron muchos de esta gente, semejantes a los otros de las otras islas, así desnudos y así pintados" (22.10.1492). "Esta gente [...] es de la misma calidad y costumbre de los otros hallados" (1.11.1492). "Ellos son gente como los otros que he hallado -dice el Almirante-, y de la misma creencia" (3.12.1492). Los indios se asemejan porque todos están desnudos, privados de características distintivas.
Dado este desconocimiento de la cultura de los indios y su asimilación con la naturaleza, no podemos esperar encontrar en los escritos de Colón un retrato detallado del la población. La imagen que de ella da obedece, en un principio, a las mismas reglas que la descripción de la naturaleza: Colón decide admirarlo todo, y la belleza física en primer lugar. "Muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras" (12.10.1492). "Todos de buena estatura, gente muy fermosa" (13.10.1492). "Son los más hermosos hombres y mujeres que hasta allí hobieron hallado" (16.12.1492).
Un autor como Pedro Mártir, que refleja fielmente las impresiones (o los fantasmas) de Colón y de sus primeros compañeros, gusta de pintar escenas idílicas. Aquí vienen las indias a saludar a Colón: "Dicen los nuestros que [...] son muy hermosas [...], y que se les figuró que veían esas bellísimas dríadas o ninfas salidas de las fuentes, de que hablan las antiguas fábulas. Todas ellas, doblando la rodilla; hicieron entrega al Adelantado de los manojos de palma que llevaban en las diestras, mientras danzaban y cantaban a porfía" (i, 5; cf. fig. 3).
Esta admiración decidida de antemano también se extiende al plano moral. Estas gentes son buenas, declara Colón desde un principio, sin preocuparse por fundamentar su afirmación. "Son la mejor gente del mundo y más mansa" (16.12.1492). "Dice el Almirante que no puede creer que hombre haya visto gente de tan buenos corazones" (21.12.1492). "En el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra" (25.12.1492): la fácil relación entre tierras y hombre; indica claramente con qué espíritu escribe Colón, y lo poco que se puede confiar en las cualidades descriptivas de sus observaciones. Por lo demás, cuando llegue a conocer mejor a los indios, habrá de dar en el otro extremo, pero no por ello son más dignas de fe sus informaciones: se ve a sí mismo, naufragado en Jamaica, "cercado de un cuento de salvajes, y llenos de crueldad y enemigos nuestros" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503). Claro que lo que más llama la atención, aquí, es que para caracterizar a los indios Colón sólo encuentra adjetivos del tipo bueno/malo, que en realidad no nos enseñan nada: no sólo porque esas cualidades dependen del punto de vista en el que uno se coloque, sino también porque corresponden a estados momentáneos y no a características estables, porque vienen de la apreciación pragmática de una situación y no del deseo de conocer.
A primera vista, hay dos rasgos de los indios que parecen ser menos previsibles que los demás: su "generosidad" y su "cobardía", pero, al leer las descripciones de Colón, nos damos cuenta de que esas observaciones proporcionan más datos sobre Colón que sobre los indios. A falta de palabras, indios y españoles intercambian, desde el primer encuentro, pequeños objetos sin importancia, y Colón no deja de alabar la generosidad de los indios que dan todo por nada; le parece que a veces raya en la tontería: ¿por qué aprecian por igual un pedazo de vidrio que una moneda, y dan el mismo valor a las monedas insignificantes que a las de oro? "Les di [...] otras cosas muchas de poco valor, con que hobieron mucho placer" (Diario, 12.10.1492). "Mas todo lo que tienen lo dan por cualquier cosa que les den; que fasta los pedazos de las escudillas y de las tazas de vidrio rotas rescataban" (13.10.1492). "De lo que tienen luego lo dan por cualquier cosa que les den, sin decir que es poco" (13.12.1492). "Quier sea cosa de valor, quier sea de poco precio, luego, por cualquiera cosa, de cualquier manera que sea se les dé, por ello son contentos" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). Al igual que en el caso de las lenguas. Colón no entiende que los valores son convencionales, que el oro no es más valioso que el vidrio "en sí", sino sólo dentro del sistema europeo de intercambio. Así pues, cuando concluye esta descripción de los intercambios diciendo: "Fasta los pedazos de los arcos rotos de las pipas tomaban, y daban lo que tenían como bestias" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493), nos da la impresión de que en este caso el tonto es él: un sistema de intercambio diferente equivale para él a la ausencia de sistema, y de ahí llega a la conclusión sobre el carácter bestial de los indios.
El sentimiento de superioridad engendra un comportamiento proteccionista: Colón nos dice que prohibe a sus marineros un trueque que, a sus ojos, es escandaloso. Sin embargo, lo vemos ofrecer a su vez regalos estrafalarios, que hoy en día se asocian, para nosotros, con los "salvajes", pero que Colón fue el primero en enseñarles a gustar y exigir. "Envié por el y le di un bonete Colorado y unas cuentas de vidrio verdes pequeñas que le puse al brazo y dos cascabeles que le puse a las orejas" (Diario, 15.10.1492). "[Le di] unas cuentas muy buenas de ámbar que yo traía al pescuezo, y unos zapatos colorados y una almarraxa de agua de azahar, de que quedó tan contento, que fue maravilla" (18.12.1492). "El señor ya traía camisa y guantes que el Almirante le había dado" (26.12.1492). Es comprensible que Colón se sienta escandalizado por la desnudez del otro, pero ¿son los guantes, el bonete rojo y los zapatos, en esas circunstancias, regalos realmente más útiles que las tazas de vidrio rotas? Los jefes indios, por lo menos, siempre podrán ir a visitarlo vestidos. Más tarde vemos que los indios encuentran otros usos para los regalos españoles, sin que por ello quede demostrada su utilidad. "Como estaban desnudos, preguntaban para qué servían las agujas; los nuestros, con hábil respuesta, los dejaron satisfechos, pues por señales les dieron a entender que eran utilísimas para extirparse las púas que frecuentísimamente se les clavaban en la carne, y limpiarse los dientes, con lo que empezaron a hacer de ellas gran aprecio" (Pedro Mártir, l, 8).
Así pues, sobre la base de esas observaciones y de esos intercambios es como Colón va a declarar que los indios son la gente más generosa del mundo, con lo cual hace una contribución importante al mito del buen salvaje. "Son [...] sin codicia de lo ajeno" (26.12.1492). "Son tanto sin engaño y tan liberales de lo que tienen, que no lo creerá sino el que lo viese" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). "Y no se diga que porque lo que daban valía poco, por eso lo daban liberalmente -dice el Almirante-, porque lo mismo hacían, y tan liberalmente, los que daban pedazos de oro como los que daban la calabaza de agua; y fácil cosa es de cognoscer -añade- cuando se da una cosa con muy deseoso corazón de dar" (Dia­rio, 21.12.1492).
En realidad, el asunto es menos fácil de lo que parece. Colón lo presiente cuando, en su carta a Santángel, recapitula su experiencia: "...ni he podido entender si tienen bienes propios, que me pareció ver que aquello que uno tenía todos hacían parte, en especial de las cosas comederas" (febrero-marzo de 1493). ¿Daría otra relación con la propiedad privada una explicación de esos comportamientos "generosos"? Su hijo Hernando también lo atestigua, al relatar un episodio del segundo viaje. "Tan pronto como entraban en aquellas casas [que pertenecían a los naturales del lugar] algunos indios que el Almirante llevaba consigo de la Isabela, cogían lo que más les gustaba, sin que los dueños dieran muestras de desagrado, como si todo fuese común. De igual modo, los de aquella tierra, cuando se acercaban a algún cristiano, le tomaban lo que mejor les parecía, creyendo que entre nosotros había también aquella costumbre. Pero no les duró mucho tal engaño" (51). Colón olvida entonces su propia percepción, y declara poco después que los indios, lejos de ser generosos, son todos ladrones (inversión paralela a la que los transforma de los mejores hombres del mundo en violentos salvajes); de golpe, les impone castigos crueles, los mismos que se usaban entonces en España: "Y porque en este camino que yo hice a Cambao acaeció que algún indio hurtó algo, si hallardes que alguno d'ellos furten, castigaldos también cortándoles las narices y las orejas, porque son miembros que no podrán esconder" ("Instrucción a mosén Pedro Margarite", 9.4.1494).
El discurso sobre la "cobardía" pasa exactamente por el mismo proceso. Al comienzo, hay condescendencia divertida: "[Son] sin armas y tan temerosos, que a una persona de los nuestros fuyen cientos dellos, aunque burlen con ellos" (Diario, 12.11.1492). "Certifica el Almirante a los Reyes, que diez hombres hagan huir a diez mil, tan cobardes y medrosos son" (3.12.1492). "Non denen fierro ni acero, armas, ni son para ello: non porque non sea gente bien dispuesta y de fermosa estatura, salvo que son muy temerosos a maravilla" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). La cacería de indios con perros, otro "descubrimiento" de Colón, descansa en una observacion semejante: "Que un perro vale para contra los indios como diez onbres" (Bernáldez). Colón deja tranquilamente a una parte de sus hombres, al final del primer viaje, en la isla Española; pero, al volver a ella un año más tarde, le es forzoso admitir que fueron matados por esos indios miedosos e ignorantes de las armas; ¿se habrán reunido mil de ellos para acabar con cada español? Se va entonces al otro extremo, y en cierta forma deduce, de la cobardía de los indios, su valor. "No ay tan mala gente como cobardes, que nunca dan la vida a ninguno, así que si los indios hallasen un ombre o dos desmandados, no sería maravilla que los matasen" ("Instrucción para mosén Pedro Margarite", 9.4.1494); el rey indio Caonabo "es hombre [...] muy malo y muy más atrevido" ("Memorial para Antonio de Torres", 30.1.1494). No por ello se tiene la impresión de que Colón haya entendido mejor a los indios después que antes: en realidad, nunca sale de sí mismo.
Cierto es que en un momento de su carrera Colón hace un esfuerzo adicional. Eso ocurre durante el segundo viaje, cuando le pide a un religioso, fray Ramón Pané, que haga una descripción detallada de las costumbres y las creencias de los indios; e incluso deja, como prefacio de esta descripción, una página de observaciones "etnográficas". Comienza con una declaracion de principio: "Idolatría u otra secta no he podido conocerles", tesis que mantiene a pesar de los ejemplos que siguen inmediatamente, escritos por su propia pluma. En efecto, describe varias prácticas "idólatras", y sin embargo añade: "Las palabras que dicen no las entiende ninguno de los nuestros."'Su atención se fija entonces en la revelación de una superchería: un ídolo parlante era en realidad un objeto hueco conectado por un tubo con otra habitación de la casa, donde estaba el asistente del mago. El pequeño tratado de Ramón Pané (conservado en la biografía de Hernando Colón, en el capítulo 62) es mucho más interesante, pero más bien a pesar de su autor, quien no se cansa de repetir: "Y como no tienen letras ni escrituras, no saben contar bien tales fábulas, ni yo puedo escribirlas bien. Por lo cual creo que pongo primero lo que debiera ser último, y lo último primero" (6). "Puesto que escribí de prisa, y no tenía papel bastante, no pude poner en su lugar lo que por error trasladé a otro" (8). "De esto no he sabido más; y poco ayuda lo que llevo escrito" (11).
¿Podemos adivinar, a través de las notas de Colón, cómo perciben los indios, por su parte, a los españoles? Apenas. Una vez más, toda la informacion está viciada por el hecho de que Colón ya ha decidido de antemano sobre todo: y como el tono, durante el primer viaje, es de admiración, los indios también deben ser admirativos. "Y otras cosas muchas se pasaron que yo no entendía, salvo que bien vía que todo tenía a grande maravilla" (Diario, 18.12.1492): aún sin entender. Colón sabe que el "rey" indio está en éxtasis frente a él. Es posible, como dice Colón, que se hayan preguntado si ésos no eran seres de origen divino; lo cual explicaría bastante bien su temor inicial, y su desaparición frente al comportamiento humano de los españoles. "[Son] crédulos y cognoscedores que hay Dios en el cielo, e firmes que nosotros habemos venidos del cielo" (12.11.1492). "Creían que [los cristianos] venían del cielo y que los reinos de los reyes de Castilla eran en el cielo y no en este mundo" (16.12.1492). "Hoy en día los traigo que siempre están de propósito que vengo del cielo, por mucha conversación que hayan habido conmigo" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). Volveremos a esta creencia cuando sea posible observarla más detalladamente; notemos, sin embargo, que el Oceano podía parecerles a los indios caribes tan abstracto como el espacio que separa el cielo de la tierra.
El lado humano de los españoles es su sed de bienes terrenales: el oro, desde el principio, como ya hemos visto, y, poco después, las mujeres. Hay una síntesis verbal impresionante en lo dicho por uno de los indios, según la relación de Colón: "Uno de los indios que traía el Almirante hablo con [el rey], Ie dijo que como venían los cristianos del cielo y que andaban en busca de oro" (Diario, 16.12.1492). Esta frase era cierta en más de un sentido. En efecto, se puede decir, simplificando hasta la caricatura, que los conquistadores españoles pertenecen, historicamente, al período de transición entre una Edad Media dominada por la religión y la época moderna que coloca los bienes materiales en la cumbre de su escala de valores. También en la práctica habra de tener la conquista estos dos aspectos esenciales: los cristianos tienen la fuerza de su religión, que traen al nuevo mundo; en cambio, se llevan de el oro y riquezas.
La actitud de Colón respecto a los indios descansa en la manera que tiene de percibirlos. Se podrían distinguir en ella dos componentes, que se vuelven a encontrar en el siglo siguiente y, practicamente, hasta nuestros días en la relación de todo colonizador con el colonizado; ya habíamos observado el germen de estas dos actitudes en la relación de Colón con la lengua del otro. O bien piensa en los indios (aunque no utilice estos términos) como seres humanos com­pletos, que tienen los mismos derechos que él, pero entonces no sólo los ve iguales, sino también idénticos, y esta conducta desemboca en el asimiladonismo, en la proyección de los propios valores en los demás. O bien parte de la diferecia, pero ésta se traduce inmediatamente en términos de superioridad e inferioridad (en su caso, evidentemente, los inferiores son los indios): se niega la existenda de una sustancia humana realmente otra, que pueda no ser un simple estado imperfecto de uno mismo. Estas dos figuras elementales de la experienda de la alteridad descansan ambas en el egocentrismo, en la identificación de los propios valores con los valores en general, del propio yo con el universo; en la convición de que el mundo es uno.
Por una parte, entonces, Colón quiere que los indios sean como él,y como los españoles. Es asimilacionista en forma inconsciente e ingenua; su simpatía por los indios se traduce "naturalmente" en el deseo de verlos adoptar las costumbres del europeo. Decide llevarse algunos indios a España "porque volviendo sean lenguas de los cristianos y tomen nuestras cojstumbres y las cosas de la fe" (12.11.1492). También son buenos dice, para "que hagan villas y se enseñen a andar vestidos y a nuestras costumbres" (16.12.1492). "Deben tomar Vuestras Altezas grande alegría porque luego los harán cristianos y los habrán enseñado en buenas costumbres de sus reinos" (24.12.1492). Nunca hay una jusrificación de este deseo de hacer que los indios adopten las costumbres españolas; es una cosa evidente por sí misma.
La mayoría del tiempo, este proyecto de asimilación se confunde con el deseo de cristianizar a los indios, de propagar el Evangelio. Sabemos que esta intención es la base del proyecto inicial de Colón, aun si la idea, al comienzo, es un poco abstracta (ningún sacerdote acompaña a la primera expedición). Pero en cuanto ve a los indios, empieza a concretarse la intención. Inmediatamente después de haber tomado posesión de las nuevas tierras por acta notarial debidamente formalizada, declara: "Conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza. . ." (12.10.1492). El "conocimiento" de Colón es, evidentemente, una decisión adoptada de antemano, y aquí solo se refiere a los medios que se deben emplear, no al fin por alcanzar, que ni siquiera es necesario afirmar: es, una vez más, lo que es evidente por sí mismo. Y vuelve constantemente a la idea de que la conversión es la finalidad principal de esa expedición, y que espera que los reyes de España acepten a los indios como súbditos con todos los derechos. "Y digo que Vuestras Altezas no deben consentir que aquí trate ni faga pie ningún extranjero, salvo católicos cristianos, pues esto fue el fin y el comienzo del propósito, que fuese por acrecentamiento y gloria de la religion cristiana, ni venir a estas partes ninguno que no sea buen cristiano" (27.11.1492). Tal comportamiento equivale, entre otras cosas, a respetar la voluntad individual de los indios, puesto que de entrada se les coloca en el mismo plano que los demas cristia­nos. "Pero, porque tenía ya aquellas gentes por de los Reyes de Castilla y no era razón de hacelles agravio, acordo de dejallo [a un viejo indio]" (18.12.1492).
Esta visión de Colón es facilitada por su capacidad de ver las cosas tal y como Ie conviene. En este caso, en especial, le parece que los indios son ya portadores de las cualidades cristianas; están ya animados por el deseo de convertirse. Hemos visto que, para él, no pertenecían a ninguna "secta", eran vírgenes de toda religión; pero hay más: en realidad, ya tienen una predisposición al cristianismo. Como por casualidad, las virtudes que imagina que tienen son virtudes cristianas: "Esta gente no tiene secta ninguna ni son idolatras, salvo muy mansos y sin saber que sea mal ni matar a otros [...] y muy prestos a cualquiera oración que nos les digamos que digan y hacen el señal de la cruz. Así que deben Vuestras Altezas determinarse a los hacer cristianos" (12.11.1492). "Ellos aman a sus prójimos como a sí mismos", escribe Colón la noche de Navidad (25.12.1492). Claro está que esta imagen sólo se puede obtener a costa de la supresión de todos los rasgos de los indios que pudieran contradecirla -supresión en el discurso que se refiere a ellos, pero también, dado el caso, en la realidad. Durante la segunda expedición, los religiosos que acompañan a Colón empiezan a convertir a los indios, pero no todos, ni con mucho, se pliegan a ello y se ponen a venerar las imagenes santas. "Salidos aquellos del adoratorio, tiraron las imagenes al suelo, las cubrieron con tierra y orinaron encima"; al ver esto Bartolome, el hermano de Colón, decide castigarlos de muy cristiana manera. "Como lugarteniente del virrey y gobernador de las islas, formo proceso contra los malhechores y, sabida la verdad, los hizo quemar publicamente" (Ramon Pané, 26).
Sea como fuere, ahora sabemos que la expansión espiritual esta indisolublemente ligada a la conquista material (se necesita dinero para hacer cruzadas), y hete aqui que se abre una primera falla en un programa que implicaba la igualdad de los asociados: la conquis­ta material (y todo lo que implica) será a la vez resultado y condición de la expansión espiritual. Colón escribe: "Creo que si comienzan [Vuestras Altezas], en poco tiempo acabarán de los haber convertido a nuestra Sancta Fe multidumbre de pueblos, y cobrado grandes señoríos y riquezas, y todos sus pueblos de España, porque sin duda es en estas tierras grandísima suma de oro" ('12.11.1492). Este encadenamiento se vuelve casi automático en el: "Vuestras Altezas tie­nen acá otro mundo, de donde puede ser tan acrecentada nuestra Santa Fe y de donde se podrían sacar tantos provechos..." ("Carta a los Reyes", 31.8.1498). El provecho que saca España es indiscutible: "Por voluntad divina, he puesto so el señorío del Rey y de la Reina, nuestros señores, otro mundo, y por donde la España, que era dicha pobre, es la más rica" ("Carta al ama", noviembre de 1500).
Colón había como si entre las dos acciones se estableciera un cierto equilibrio: los españoles dan la religión y toman el oro. Pero, además de que el intercambio es bastante asimétrico y no forzosamente conviene a la otra parte, las implicaciones de los dos actos se oponen entre sí. Propagar la religión presupone que uno considere a los indios como sus iguales (ante Dios). Pero ¿y si no quieren dar sus riquezas? Entonces habra que someterlos, militar y políticamente, para poder quitarselas a la fuerza; dicho en otras palabras, colocarlos, esta vez si desde el punto de vista humano, en una posición de desigualdad (de inferioridad). Ahora bien, Colón había una vez más sin la menor vacilacion de la necesidad de someterlos, sin darse cuenta de la contradicción entre lo que implican ambas acciones, o por lo menos de la discontinuidad que establece entre lo divino y lo humano. Por eso observaba que eran temerosos y no conocían el uso de las armas. "Con cincuenta hombres [los Reyes] los tendrá todos sojuzgados y los hara hacer todo lo que quisiere" (Diario, 14.10.1492): ¿todavía es el cristiano el que había? ¿Todavía se trata de igualdad? Al salir hacia América por tercera vez, pide que lo autoricen a llevarse consigo a voluntarios criminales, que serían ihdultados de inmediato: ¿todavía se trata del proyecto de evangelizacion?
"Mi voluntad -escribe Colón al iniciar el primer viaje- era de no pasar por ninguna isla de que no tomase posesión" (15.10.1492); en algún caso, incluso llega a ofrecer una isla a alguno de sus compañeros. En un principio, los indios no debían entender gran cosa de los ritos que ejecutaba Colón en compañía de sus notarios. Pero, cuando se hace la luz al respecto, no se muestran especialmente entusiastas. Durante el cuarto viaje se produce el episodio siguiente: "Asenté puebla, y di muchas dádivas al quibián, que así llaman al señor de la tierra [¿unos guantes? ¿un bonete rojo? Colón no nos lo dice], y bien sabía que no había de durar la concordia: ellos muy rústicos [traduzcamos: que no desean someterse a los españoles] y nuestra gente muy importunos, y me aposesionaba en su término [segundo tiempo del intercambio se dan guantes, se toman las tierras]: después que él vido las cosas fechas y tráfago tan vivo acordó de los quemar y matarnos a todos" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503). La continuación de esta historia es todavía más siniestra. Los españoles logran apoderarse de la familia del quibián y quieren utilizarlos como rehenes; sin embargo, algunos de los indios consiguen escapar. "Los [prisioneros] que habían quedado se desesperaron por no haber podido salvarse con sus compañeros y a la mañana siguiente aparecieron ahorcados con las cuerdas que pudieron haber, con los pies e incluso con las rodillas en el suelo y en el lastre de la nave, porque no había altura bastante para que pudiesen alzarse del piso." Hernando, el hijo de Colón, que relata este episodio, estaba presente; solo tenía catorce años, y se puede pensar que la reacción que sigue es por lo menos tanto de su padre como suya propia: "Aunque su pérdida no fuese de gran daño para los navíos, parecía no obstante, que además de que su fuga o muerte acrecentaba las desdichas, aquello aumentaría las dificultades de los que estaban en tierra, con quienes el quibio, a fin de recuperar a sus hijos, habría hecho gustoso las paces; y ahora, viendo que no había rehenes para poderlas hacer, se temía que les hiciera una guerra mucho mas cruda" (99).
Así pues, la guerra sustituye a la paz; pero se puede pensar que Colón nunca había descuidado por completo este medio de expan­sión, puesto que desde el primer viaje le es caro un proyecto parti­cular. "Me moví esta mañana -anota desde el 14 de octubre de 1492- porque supiese [...] adonde pudiera hacer fortaleza." "Porque tiene un cabo de peña altillo se pudiera hacer una fortaleza" (5.11.1492). Sabemos que habrá de realizar ese sueño después del naufragio de su nave y que dejara ahí a sus hombres. Pero la fortaleza, aún si no es particularmente eficaz, ¿no es ya un paso hacia la guerra, y por lo tanto hacia la sumisión y la desigualdad?
Así es como, por medio de deslizamientos progresivos, Colón va a pasar del asimilacionismo, que implicaba una igualdad de princi­pio, a la ideología esclavista, y por lo tanto a la afirmación de la inferioridad de los indios. Eso ya se podía adivinar a través de algunos juicios sumarios que aparecen desde los primeros contactos. "Ellos deben ser buenos servidores y de buen genio" (12.10,1492). "Son buenos para les mandar" (16.12.1492). Para seguir siendo coherente consigo mismo, Colón establece distinciones sutiles entre indios inocentes, potencialmente cristianos, e indios idólatras, que practican el canibalismo, o indios pacíficos (que se someten a su poder) e indios belicosos, que merecen ser castigados de inmediato; pero lo que importa es que aquellos que no son ya cristianos sólo pueden ser esclavos: no existe un tercer camino. Se le ocurre entonces el proyecto de que los barcos que llevan animales de carga de Europa a America sean cargados de esclavos a la vuelta, para evitar que regresen vacíos mientras se espera encontrar oro en cantidades suficientes; es evi­dence que la equivalencia implícita que se establece entre bestias y seres humanos no es gratuita. "[A los transportadores] se les podrían pagar en esclavos de estos canibales, gente tan fiera y dispuesta y bien proporcionada y de muy buen entendimiento, los cuales, quitados de aquella inhumanidad, creemos que serán mejores que otros ningunos esclavos" ("Memorial a Antonio dc Torres", 30.1.1494).
Los reyes de España no aceptan esta sugerencia de Colón: prefieren tener vasallos, y no esclavos; súbditos capaces de pagar impuestos en vez de seres que pertenecen a un tercero; pero no por ello renuncia Colón a su proyecto, y escribe una vez más en septiembre de 1498: "De acá se pueden, con el nombre de la Sancta Trinidad, enviar todos los esclavos que se pudieren vender y brasil; de los cuales, si la infbrmación que yo tengo es cierta, me dicen que se podrán ven­der cuatro mil que, a poco valer, valdrán veinte cuentos" ("Carta a los Reyes", septiembre de 1498). Es posible que al principio los desplazamientos planteen algun problema, pero esto se resolvera pronto. "Y bien que mueran agora, así no será siempre d'esta mane­ra, que así hacían los negros y los canarios a la primera" (ibid.). Ese es efectivamente el sentido de su gobierno en la isla Española, y otra carta a los reyes, escrita en octubre de 1498, es resumida por Las Casas de la siguiente manera: "Así que por lo dicho parece que el aprovecharse la gente que acá estaba, española, era darles esclavos para que enviasen a Castilla a vender" (Historia, I. 155). En el pensamiento de Colón, la propagación de la fe y la sumisión a la esclavitud están indisolublemente ligadas.
Michele de Cuneo, miembro de la segunda expedición, dejo uno de los pocos relatos que describen detalladamente la forma en que se desarrollaba la trata de esclavos en sus comienzos; relato que no permite hacerse ilusiones sobre la manera en que se percibía a los indios. "Cuando nuestras carabelas [.. .] tuvieron que partir a España, reunimos mil seiscientos hombres y mujeres de esos indios, y el 17 de febrero de 1495 embarcamos quinientos cincuenta de los mejores hombres y mujeres en nuestras carabelas. Para los demás, hizimos pregonar que quien quisiera podría tomar cuantos necesitase; y así fue. Cuando todos hubieron tomado los que querían, todavía quedaban unos cuatrocientos, a quienes dimos permiso de ir donde quisieran. Había entre ellos muchas mujeres con niños de pecho; temiendo que volviesen por ellas y como querían huir de nosotros, dejaban a los niños dondequiera en el suelo y huían como personas desesperadas; algunas fueron tan lejos que a los seis o siete días estaban más allá de las montañas y allende inmensos ríos, de tal manera que a partir de ahora sólo podremos cautivarlos con grandes trabajos." Así es el comienzo de la operación; veamos ahora su desenlace: "Pero cuando llegamos a aguas españolas, murieron unos doscientos de esos indios, creo yo que por el aire desusado, más frío que el de ellos. Los echamos al mar. [...] Hicimos desembarcar a todos los esclavos, de los cuales la mitad estaban enfermos."
Aun en los casos en que no se trata de esclavitud, el comportamiento de Colón implica que no reconoce que los indios tienen derecho a una voluntad propia, que los juzga, en suma, como objetos vivientes. Así es como, en su impulso de naturalista, siempre quiere llevarse a España especímenes de todos los géneros: árboles, aves, animales e indios; la idea de preguntarles cual es su opinión le es totalmente ajena. "Deseaba, dice, tomar media docena de indios para llevar consigo, y dice que no pudo tomarlos, porque se fueron todos de los navíos antes que anocheciese; pero martes, luego, 8 de agosto, vino una canoa con 12 hombres a la carabela, y tomáronlos todos y trajéronlos a la nao del Almirante, y dellos escogió seís y los otros seís envío a tierra" (Las Casas, Historia, i, 134). La cifra esta fijada de antemano: media docena; los individuos no cuentan, pero son contados. En otra ocasión quiere mujeres (no por lubricidad, sino por tener una muestra de todo). "Envie a una casa que es de la parte del río del Poniente, y trujeron siete cabezas de mujeres entre chicas e grandes y tres niños" (Diario, 12.11.1492). Si uno es indio, y por añadidura mujer, inmediatamente queda colocado en el mismo nivel que el ganado.
Las mujeres: si bien Colón sólo se interesa por ellas en calidad de naturalista, no hay que olvidar que ese no es el caso de los demás miembros de la expedición. Leamos este relato que hace el mismo Michele de Cuneo, hidalgo de Savona, de un episodio ocurrido en el transcurso del segundo viaje -una historia entre mil, pero que tiene la ventaja de que es contada por su protagonista. "Mientras estaba en la barca, hice cautiva a una hermosísima mujer caribe, que el susodicho Almirante me regaló, y después que la hube llevado a mi camarote, y estando ella desnuda según es su costumbre, sentí deseos de holgar con ella. Quise cumplir mi deseo pero ella no lo consintió y me dió tal trato con sus uñas que hubiera preferido no haber empezado nunca. Pero al ver esto (y para contártelo todo hasta el final), tomé una cuerda y le di de azotes, después de los cuales echó gran­des gritos, tales que no hubieras podido creer tus oídos. Finalmente llegamos a estar tan de acuerdo que puedo decirte que parecía haber sido criada en una escuela de putas."
Este relato es revelador en más de un aspecto. El europeo encuentra que las mujeres indias son hermosas; evidentemente no se le ocurre pedirles su consentimiento antes de "cumplir sus deseos". Más bien hace la solicitud al Almirante, que es hombre y europeo como él, y que parece dar mujeres a sus compatriotas con la misma facilidad con que distribuía cascabeles a los jefes indígenas. Claro que Michele de Cuneo escribe a otro hombre, y administra con maestría el pla­cer de la lectura para su destinatario puesto que de todos modos se trata, a su manera de ver, de una historia de puro placer. Primero se atribuye el ridículo papel del macho humillado, pero eso sólo es para aumentar la satisfacción de su lector al ver luego que el orden se restablece y el hombre blanco triunfa. Última ojeada cómplice: nuestro hidalgo omite la descripción del "cumplimiento", y deja que se deduzca por sus efectos, que aparentemente van más allá de sus esperanzas, y que permiten además, en una impresionante síntesis, identificar a la india con una puta: impresionante, porque aquella que rechazaba violentamente los avances sexuales se ve equiparada con aquella que hace su profesión de dichos avances. Pero ¿no es ésa la verdadera nauraleza de toda mujer, que puede ser revelada tan sólo con azotarla lo suficiente? El rechazo sólo podía ser hipócrita; si rascamos un poquito la superficie de la melindrosa, descubrimos a la puta. Las mujeres indias son mujeres, o indios, al cuadrado: con eso se vuelven objeto de una doble violación.
¿Cómo es que Colón puede estar asociado a esos dos mitos apa­rentemente contradictorios, aquel en que el otro es un "buen salvaje" (cuando se le ve de lejos) y aquel en que es un "pobre perro", esclavo en potencia? Y es que los dos descansan en una base común, que es el desconocimiento de los indios, y la negación a admitirlos como un sujeto que tiene los mismos derechos que uno mismo, pero diferente. Colón ha descubierto América, pero no a los americanos.
Toda la historia del descubrimiento de América, primer episodio de la conquista, lleva la marca de esta ambigüedad: la alteridad humana se revela y se niega a la vez. El año de 1492 simboliza ya, en la historia de España, este doble movimiento: en ese mismo año el país repudia a su Otro interior al triunfar de los moros en la última batalla de Granada y al forzar a los judíos a dejar su territorio, y descubre al Otro exterior, toda esta América que habrá de volverse latina. Sabemos que Colón mismo relaciona constantemente los dos hechos. "Este presente año de 1492, después de Vuestras Altezas haber dado fin a la guerra de los moros [...] y luego en aquel presente mes [...] Vuestras Altezas pensaron de enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de India. [...] Así que, después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a mí, que con armada sufi­ciente me fuese a las dichas partidas de India", escribe al comienzo del diario del primer viaje. La unidad de los dos actos, en la que Colón está dispuesto a ver la intervención divina, reside en la propagación de la fe cristiana. "Espero en Nuestro Señor que Vuestras Altezas se determinarán a ello [a enviar religiosos] con mucha diligencia, para tomar a la Iglesia tan grandes pueblos, y los convertirán, así como han destruido aquellos que no quisieron confesar el Padre y el Hijo y el Espíritu Sancto" (6.11.1492). Pero también podemos ver las dos acciones como dirigidas en sentidos opuestos, y no complementarios: una expulsa la heterogeneidad del cuerpo de España, la otra la introduce irremediablemente en él.
A su manera. Colón mismo participa en este doble movimiento. Como ya hemos visto, no percibe al otro, y le impone sus propios valores, pero el término que más frecuentemente emplea para referirse a sí mismo y que usan también sus contemporáneos es: el Extranjero; y si tantos países han buscado el honor de ser su patria, es porque no tenía ninguna.
2. CONQUISTAR

LAS RAZONES DE LA VICTORIA

El encuentro entre el Antiguo y el Nuevo Mundo que el descubrimiento de Colón hizo posible es de un tipo muy particular: la guerra, o más bien, como se decía entonces, la Conquista. Un misterio sigue ligado a la conquista; se trata del resultado mismo del combate: ¿por qué esta victoria fulgurante, cuando la superioridad numérica de los habitantes de América frente a sus adversarios es tan grande, y cuando están luchando en su propio terreno? Quedémonos en la conquista de México, la más espectacular, puesto que la civilización mexicana es la más brillante del mundo precolombino: ¿cómo explicar que Cortés, a la cabeza de algunos centenares de hombres, haya logrado apoderarse del reino de Moctezuma, que disponía de varios cientos de miles de guerreros? Intentaré buscar una respuesta en la abundante literatura que provocó ya desde su época, esta fase de la conquista: los informes del propio Cortés; las crónicas españolas, la más notable de las cuales es la de Bernal Díaz del Castillo; por último, los relatos indígenas, transcritos por los misioneros españoles o redactados por los propios mexicanos.
A propósito de la forma en que me veo llevado a emplear esta literatura, se plantea una cuestión preliminar, que no se presentaba en el caso de Colón. Los escritos de este último podían contener falsedades, técnicamente hablando; eso no disminuía en nada su valor, pues yo podía interrogarlos ante todo en cuanto actos, no en cuanto descripciones. Ahora bien, el tema aquí ya no es la experiencia de un hombre (que escribió), sino un acontecimiento no verbal en sí, la conquista de México; los documentos analizados ya no valen solamente (o no tanto) en cuanto gestos, sino como fuentes de información sobre una realidad de la que no forman parte. El caso de los textos que expresan el punto de vista de los indios es especialmente grave: en efecto, dada la falta de una escritura indígena, todos son posteriores a la conquista y, por lo tanto, han sufrido la influencia de los conquistadores; volveré a hablar de esto en el último capítulo de este libro. En términos generales, debo formular una excusa y una justificación. La excusa: si renunciamos a esta fuente de información, no la podemos sustituir por ninguna otra, a menos que renunciemos a toda información de este tipo. El único remedio es no leer estos textos como enunciados transparentes, sino tratar de tener en cuenta al mismo tiempo el acto y las circunstancias de su enunciación. En cuanto a la justificación, podría expresarse en el lenguaje de los antiguos retóricos: los problemas que aquí se presentan remiten más a un conocimiento de lo verosímil que de lo verdadero. Me explico: un hecho pudo no haber ocurrido, contrariamente a lo que afirma un cronista determinado. Pero el que éste haya podido afirmarlo, que haya podido contar con que sería aceptado por el público contemporáneo, es algo por lo menos tan revelador como la simple ocurrencia de un acontecimiento, la cual, después de todo, tiene que ver con la casualidad. La recepción de los enunciados es más reveladora, para la historia de las ideologías, que su producción, y cuando un autor se equivoca o miente, su texto no es menos significativo que cuando dice la verdad; lo importante es que la recepción del texto sea posible para los contemporáneos, o que así lo haya creído su productor. Desde este punto de vista, el concepto de "falso" no es pertinente.
Las grandes etapas de la conquista de México son bien conocidas. La expedición de Cortés, en 1519, es la tercera que toca costas mexicanas; está formada por unos centenares de hombres. Cortés es enviado por el gobernador de Cuba pero después de la salida de los barcos cambia de parecer y trata de destituir a Cortés. Éste desembarca en Veracruz y declara que su autoridad viene directamente del rey de España (cf. fig. 5). Habiendo sabido de la existencia del imperio azteca, empieza una lenta progresión hacia el interior, tratando de ganarse a las poblaciones por cuyas tierras atraviesa, ya sea con promesas o haciendo la guerra. La batalla más difícil es la que se libra contra los tlaxcaltecas, que sin embargo habrán de ser más tarde sus mejores aliados. Cortés llega por fin a México, donde es bien recibido; al cabo de poco tiempo, decide tomar prisionero al soberano azteca, y logra hacerlo. Se entera entonces de que ha llegado a la costa una nueva expedición española, enviada en su contra por el gobernador de Cuba; los recién llegados son más numerosos que sus propios soldados. Cor­tés sale con una parte de los suyos al encuentro de este ejército, mientras los restantes se quedan en México, al mando de Pedro de Alvarado, para custodiar a Moctezuma. Cortés gana la batalla contra sus compatriotas, encarcela a su jefe Pánfilo de Narváez, y convence a los demás de que se queden a sus órdenes. Pero se entera entonces de que, en su ausencia, las cosas han ido mal en México: Alvarado ha exterminado a un grupo de mexicanos durante una fiesta religiosa, y ha empezado la guerra. Cortés vuelve a la capital y se reúne con sus tropas en su fortaleza sitiada; en este momento muere Moctezuma. Los ataques de los aztecas* son tan insistentes que decide dejar la ciudad, de noche; se descubre su partida, y más de la mitad de su ejército es aniquilado en la batalla subsiguiente: es la noche triste. Cortés se retira a Tlaxcala, recupera sus fuerzas y regresa a sitiar la ciudad; corta todas las vías de acceso, y hace construir veloces bergantines (la ciudad estaba entonces en medio de lagos). Después de algunos meses de sitio, cae México; la conquista duró poco más o menos dos años.
Volvamos primero a las explicaciones que se proponen generalmente para la fulgurante victoria de Cortés. Una primera razón es el comportamiento ambiguo y vacilante del propio Moctezuma, que casi no le opone ninguna resistencia a Cortés (se refiere, por lo tanto, a la primera fase de la conquista, hasta la muerte de Moctezuma); es posible que este comportamiento, aparte de tener motivaciones culturales a las que volveré más adelante, obedezca a razones más personales: difiere en muchos puntos del comportamiento de los otros dirigentes aztecas. Bernal Díaz, al informar de las palabras de los dignatarios de Cholula, lo describe así: "Y dijeron que la verdad es que su señor Montezuma supo que íbamos [a] aquella ciudad, y que cada día estaba en muchos acuerdos, y que no determinaba bien la cosa, y que unas veces les enviaba a mandar que si allá fuésemos que nos hiciesen mucha honra y nos encaminasen a su ciudad, y otras veces les enviaba a decir que ya no era su voluntad que fuésemos a Méxi­co; que ahora nuevamente le han aconsejado su Tezcatepuca y su Ichilobos, en quien ellos tienen gran devoción, que allí en Cholula nos matasen o llevasen atados a México" (83). Tenemos la impresión de que se trata de una verdadera ambigüedad, y no de una simple torpeza, cuando los mensajeros de Moctezuma anuncian al mismo tiempo a los españoles que el reino de los aztecas se les ofrece como regalo y que les piden que no vayan a México, sino que vuelvan a sus casas, pero veremos que Cortés contribuye conscientemente a cultivar esta vacilación.
En ciertas crónicas se pinta a Moctezuma como un hombre melancólico y resignado; también se afirma que lo corroe la mala conciencia, puesto que expía en persona un episodio poco glorioso de la historia azteca anterior: los aztecas gustan presentarse como los legítimos sucesores de los toltecas, la dinastía anterior a ellos, cuando en realidad son usurpadores, recién llegados. ¿Le habrá hecho imaginar este complejo de culpa nacional que los españoles eran descendientes directos de los antiguos toltecas, que habían venido a recuperar lo suyo? Veremos que, también en este caso, la idea es sugerida en parte por los españoles, y es imposible afirmar con certeza que Moctezuma haya creído en ella.
Una vez que los españoles han llegado a su capital, el comportamiento de Moctezuma es todavía más singular. No sólo se deja encarcelar por Cortés y sus hombres (este encarcelamiento es la más asombrosa de las decisiones de Cortés, junto con la de "quemar" -en realidad, de hacer encallar- sus propias naves: con el puñado de hom­bres que le obedecen arresta al emperador, cuando él mismo está rodeado por el todopoderoso ejército azteca); sino que también, una ,vez cautivo, sólo se preocupa por evitar todo derramamiento de sangre. Contrariamente a lo que habría de hacer, por ejempio, el último emperador azteca, Cuauhtémoc, trata de impedir por todos los medios que se instale la guerra en su ciudad: prefiere abandonar su poder, sus privilegios y sus riquezas. Incluso durante la breve ausencia de Cortés, cuando éste va a enfrentarse a la expedición punitiva enviada en su contra, no tratará de aprovechar la situación para deshacerse de los españoles. "Bien entendido teníamos que Montezuma le pesó de ello [del comienzo de las hostilidades], que si le plugiera o fuera por su consejo, dijeron muchos soldados de los que se quedaron con Pedro de Alvarado en aquellos trances, que si Montezuma fuera en ello, que a todos les mataran, y que Montezuma los aplacaba que cesasen la guerra" (Bernal Díaz, 125). La historia o la leyenda (pero para el caso poco importa), transcrita en este caso por el jesuita Tovar, incluso nos lo presenta, en la víspera de su muerte, dispuesto a convertirse al cristianismo; pero, para colmo de ridículo, el cura español, ocupado en recoger oro, no encuentra tiempo para hacerlo. "Dizen que pidió el baptismo y se convirtió a la verdad del Sancto Evangelio, y aunque venía allí un clérigo sacerdote entienden que se ocupó más en buscar riquezas con los soldados que no en cathequizar al pobre rey" (Tovar, p. 83).
Faltan, por desgracia, los documentos que nos hubieran permitido penetrar en el universo mental personal de este extraño empera­dor: frente a los enemigos, se niega a emplear su inmenso poder, como si no estuviera seguro de querer vencer; como lo dice Gomara, capellán y biógrafo de Cortés: "No pudieron saber la verdad nuestros españoles, porque ni entonces entendían el lenguaje, ni hallaron vivo a ninguno con quien Moctezuma hubiese comunicado este secreto" (107). Los historiadores españoles de la epoca buscaron en vano la respuesta a estas preguntas, viendo en Moctezuma ora un loco, ora un sabio. Pedro Mártir, cronista que se quedó en España, más bien tiende a esta última solución. "[Aguantaba] unas reglas más duras que las que se dictan a los niños imberbes, y [soportábalo] todo tranquilamente, para evitar la rebelión de los ciudadanos y de los mag­nates. Parecíale que cualquier yugo era más llevadero que la revuelta de su gente, como si le inspirase el ejemplo de Diocleciano, que prefirió apurar el veneno a tomar de nuevo las riendas del abandonado imperio" (v, 3). Gómara a veces lo trata con desprecio: "Hombre sin corazón y de poco debía ser Moctezuma, pues se dejó prender, y ya preso, nunca procuró la libertad, convidándole a ella Cortés y rogándole los suyos" (89). Pero otras veces admite que está perplejo, y que es imposible decidir: "La poquedad de Moctezuma, o el cariño que a Cortés y a los otros españoles tenía..." (91), o también: "A mi parecer, o fue muy sabio, pues pasaba así por las cosas, o muy necio, que no las sentía" (107). Seguimos sin salir de la duda.
El personaje de Moctezuma seguramente tiene algo que ver con esta no resistencia al mal. Sin embargo, esta explicación solo vale para la primera mitad de la campaña de Cortés, pues Moctezuma muere en medio de los acontecimientos, tan misteriosamente como habia vivido (probablemente apuñalado por sus carceleros españoles), y sus sucesores a la cabeza del estado azteca habrán de declarar inmediatamente a los españoles una guerra feroz y sin cuartel. Empero, en la segunda fase de la guerra hay otro factor que empieza a tener un papel decisivo: es la explotación que hace Cortés de las disensiones internas entre las diferentes poblaciones que ocupan la tierra mexicana. Tiene gran éxito en esta vía: durante todo el transcurso de la campañna sabe sacar provecho de las luchas intestinas entre facciones rivales y, durante la fase final, tiene a sus órdenes un ejército de tlaxcaltecas y de otros indios aliados, numéricamente comparable con el de los mexicanos; ejército del que los españoles ya sólo representan, en cierta forma, el apoyo logístico, o la fuerza de mando: sus unidades parecen estar compuestas a menudo de diez jinetes españoles y diez mil combatientes indios de a pie. Así lo perciben ya entonces los contemporáneos: según Motolinía, franciscano e historiador de la "Nueva España", "los conquistadores dicen que Tlaxcallan es digna de que su majestad la haga muchas mercedes, y que si no fuera por Tlaxcallan, que todos murieran cuando los mexicanos echaron de México a los cristianos, si no los recibieran los Tlaxcaltecas" (III, 16). Y de hecho, durante largos años los daxcaltecas gozan de numerosos privilegios concedidos por la corona: dispensados del pago de impuestos, son muy a menudo los administradores de las regiones recién conquistadas.
Al leer la historia de México, uno no puede dejar de preguntarse: ¿por qué no resisten más los indios? ¿Acaso no se dan cuenta de las ambiciones colonizadoras de Cortés? La respuesta cambia el enfoque del problema: los indios de las regiones que atravesó Cortés al principio no se sienten especialmente impresionados por sus objetivos de conquista porque esos indios ya han sido conquistados y colonizados -por los aztecas. El México de aquel entonces no es un estado homogéneo, sino un conglomerado de poblaciones, sometidas por los aztecas, quienes ocupan la cumbre de la pirámide. De modo que, lejos de encarnar el mal absoluto, Cortés a menudo les parecerá un mal menor, un liberador, guardadas las proporciones, que permite romper el yugo de una tiranía especialmente odiosa, por muy cercana.
Sensibilizados como lo estamos a los males del colonianismo europeo, nos cuesta trabajo entender por qué los indios no se sublevan de inmediato, cuando todavía es tiempo, contra los españoles. Pero los conquistadores no hacen más que seguir los pasos de los aztecas. Nos puede escandalizar el saber que los españoles sólo buscan oro, esclavos y mujeres. "En lo que más se empleaban era en buscar una buena India o haber algún despojo", escribe Bernal Díaz (142), y cuenta la anécdota siguiente: después de la caída de México, "Guatemuz [Cuauhtémoc] y sus capitanes dijeron a Cortés que muchos soldados y capitanes que andaban en los bergantines y de los que andábamos en las calzadas batallando les habíamos tornado muchas hijas y mujeres de principales; que le pedían por merced que se las hiciesen volver, y Cortés les respondió que serían malas de haber de poder de quien las tenían, y que las buscasen y trajesen ante él, y vería si eran cristianas o se querían volver a sus casas con sus padres y maridos, y que luego se las mandaría dar." El resultado de la investigación no es sorprendente: "Había muchas mujeres que no se que­rían ir con sus padres, ni madres, ni maridos, sino estarse con los soldados con quienes estaban, y otras se escondían, y otras decian que no querían volver a idolatrar; y aun algunas de ellas estaban ya preñadas, y de esta manera no llevaron sino tres, que Cortés expresamente mandó que las diesen" (157).
Pero es que los indios de las otras partes de México se quejaban exactamente de lo mismo cuando relataban la maldad de los aztecas: “Todos aquellos pueblos [...] dan tantas quejas de Montezuma y de sus recaudadores, que les robaban cuanto tenían, y las mujeres e hijas, si eran hermosas, las forzaban delante de ellos y de sus maridos y se las tomaban, y que les hacían trabajar como si fueran esclavos, que les hacían llevar en canoas y per tierra madera de pinos, y piedra, y leña y maíz y otros muchos servicios" (Bernal Díaz, 86).
El oro y las piedras preciosas, que hacen correr a los españoles, ya eran retenidos como impuestos por los funcionarios de Moctezuma; no parece que se pueda rechazar esta afirmación como un puro invento de los españoles, con miras a legitimar su conquista, aún si algo hay de eso: demasiados testimonios concuerdan en el mismo sentido. El Códice florentino representa a los jefes de las tribus vecinas que vienen a quejarse con Cortés de la opresión ejercida por los mexicanos: "Motecuhzomatzin y los mexicanos nos agobian mucho, nos tienen abrumados. Sobre las narices nos llega ya la angustia y la congoja. Todo nos lo exige como un tributo" (xii, 26). Y Diego Durán, dominico simpatizante al que se podría calificar de culturalmente mes­tizo, descubre el parecido en el momento mismo en que culpa a los aztecas: "Donde [...] había algún descuido en proveerlos de lo necesario, [los mexicanos] robaban y saqueaban los pueblos y desnudaban a cuantos en aquel pueblo topaban, aporreábanlos y quitábanles cuanto tenían, deshonrándolos, destruíanles las sementeras; hacíanles mil injurias y daños. Temblaba la tierra de ellos, cuando lo hacían de bien, cuando se habían bien con ellos: tanto lo hacían de mal, cuan­do no lo hacían. Y así a ninguna parte llegaban que no les diesen cuanto habían menester [...] eran los más crueles y endemoniados que se puede pensar, porque trataban a los vasallos que ellos debajo de su dominio tenían, peor mucho que los españoles los trataron y tratan" (III, 19). "Iban haciendo cuanto mal podían. Como lo hacen ahora nuestros españoles, si no les van a la mano" (III, 21).
Hay muchas semejanzas entre antiguos y nuevos conquistadores, y esos últimos lo sintieron así, puesto que ellos mismos describieron a los aztecas como invasores recientes, conquistadores comparables con ellos. Más exactamente, y aquí también prosigue el parecido, la relación de cada uno con su predecesor es la de una continuidad implícita y a veces inconscicnte, acompañada de una negación referente a esa misma relación. Los españoles habrán de quemar los libros de los mexicanos para borrar su religión; romperan sus monumentos, para hacer desaparecer todo recuerdo de una antigua grandeza. Pero, unos cien años antes, durante el reinado de Itzcóatl, los mismos aztecas habían destruido todos los libros antiguos, para poder reescribir la historia.

[1] En el texto aparecen referencias abreviadas; para los datos completos, remitirsc a la Nota
* Sería más exacto hablar de mexicas en vez de "aztecas", y escribir el nombre de su "emperador" como Motecuhzoma; pero he decidido atenerme al uso común.