lunes, 28 de junio de 2010

Garcilaso Inca de la Vega


Existen casos en que la comprensión cabal de la obra de un autor pasa necesariamente por el conocimiento adecuado de su vida. No se trata de que estemos postulando una suerte de reducción de la obra a la vida, o una explicación exclusivamente biográfica de la misma. No. Cada composición escrita es un sistema de funciones, una estructura regida por sus propias leyes, un microcosmos. Pero hay veces, insistimos, en que la clave para acceder debidamente a ese mundo verbal está en el itinerario existencial del autor. Tal es el caso, nos parece, de Garcilaso de la Vega en quien «desgarro, imposibilidad, imposición y violencia vividos por un mestizo [...] llegarían a organizarse en un texto que les permite ordenarse en un sentido y» en cuya vida, «en su despliegue, veremos discurrir su identidad a través de las crisis que la conforman»1. Así lo han entendido la mayoría de quienes han tratado el tema de Garcilaso. Por ejemplo Luis Loayza: «El Inca Garcilaso, como muchos grandes escritores, parece señalado por el destino: toda su vida es una preparación para su obra»2 Y también casi todos los demás desde Riva-Agüero, Porras o Miró Quesada hasta Pupo Walker o Burga al dedicar desde una perspectiva u otra, con mayor o menor extensión, cuidadoso estudio a la biografía del Inca Garcilaso.
Nosotros seguiremos tan sabias lecciones pero imposibilitados acá de desarrollar una detallada biografía del autor, trataremos sólo de presentar un bosquejo que atienda tanto a lo externo, a los hechos, cuanto a la dimensión interior del personaje.
Bautizado como Gómez Suárez de Figueroa, el Inca nace en el Cusco el 12 de abril de 1539, hijo del capitán español Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas de encumbrada familia, y la noble quechua Chimpu Ocllo (bautizada más tarde como Isabel). Y he aquí dos datos significativos: la fecha de nacimiento, apenas ocho años después de la llegada de Pizarro a Tumbes y cuando mucho del Tawantinsuyo vive todavía y las guerras entre los conquistadores están comenzando; y la condición de mestizo -«el primer mestizo biológico y espiritual», como con alguna exageración dijera Porras-. O «históricamente hablando el primer peruano, si entendemos la peruanidad como una formación social determinada por la conquista y la colonización españolas» en el conocido dicho de Mariátegui. Volveremos, desde luego, reiteradamente, sobre la condición mestiza de Garcilaso. Y hay necesidad de hacerlo en primer lugar para el período inmediatamente posterior: su infancia, en la que confluyen sin premeditación pero con eficacia las dos vertientes, la quechua y la española. Su lengua nativa es el quechua que lo aprendió «en la leche en que me amamantaron» dirá más tarde, pero pronto se hará también diestro en el uso del castellano. Y su educación será también doble: de modo más regular y a través de preceptores recibirá las enseñanzas comunes a cualquier niño español, hijo de nobles aunque con las limitaciones propias de la época turbulenta y de la falta de escuelas; y de modo completamente informal pero muy eficaz, recogerá de los labios de su madre y de la parentela quechua, abundante información acerca del Incanato y sus grandezas. Con palabra emocionada Garcilaso ha recordado las continuas visitas a su casa de los parientes maternos, que luego de conversar largamente sobre lo quechua, invariablemente terminaban en lágrimas al contemplar la ruina del Imperio y al lamentarse: «trocósenos el reinar en vasallaje». Por lo demás, en la experiencia vital de los años de infancia y juventud tendrá permanente ocasión de ver manifestaciones culturales quechuas sobrevivientes y a la vez participar en la vida social de su padre y presenciar horrorizado episodios de las luchas entre los conquistadores, todo lo que le dejará huella imborrable.
Hay un hecho sobre el que se habla poco (y Garcilaso nunca) que es el de su condición de hijo natural, no reconocido o bastardo, ya que el capitán jamás se casó con la ñusta Chimpu Ocllo. Pero si el niño Garcilaso no había pensado en el asunto o no había querido hacerlo, pronto tendrá que tomar conciencia de su condición y esto de modo cruel: el Capitán, su padre, en 1549, contrae matrimonio con una noble dama española, Luisa Martel de los Ríos cumpliendo instrucciones generales de la Corona y siguiendo una costumbre de muchos nobles españoles en Indias, que al parecer no chocaban entonces a nadie. Pero no sólo es el matrimonio del padre con una mujer que no es su madre (y en la que tendrá dos hijas, muertas a temprana edad) sino, algo todavía peor, el matrimonio de Chimpu Ocllo con un español de modesta condición, Juan de Pedroche, unión según se colige arreglada por el propio padre.
Garcilaso con gran discreción jamás se refirió a estos dolorosos sucesos pero no cabe duda que tuvieron que afectarlo grandemente. El joven mestizo debió sentirse como que se había quedado de pronto sin hogar, ni la casa del padre ni la de la madre le parecerían, ya suyas de verdad. Una sensación de incomodidad y desarraigo fue invadiéndolo de seguro y fue preparándole el ánimo para el viaje a España. No habría de emprenderlo, sin embargo, antes de que suceda otra desgracia: la muerte del padre acaecida en 1559. Al año siguiente y amparado por la herencia de cuatro mil pesos de oro y plata dejados por el Capitán, el Inca -que todavía se llamaba Gómez Suárez de Figueroa, nombres de la familia paterna, con los que había querido distinguirlo su padre- emprende viaje a España. Tiene veintiún años y jamás volverá a su tierra, aunque en algún momento quiso hacerlo. Muchos estudiosos creen que este viaje no fue sólo cumplimiento de la voluntad paterna que deseaba siguiese estudios en España, sino una muy sentida decisión propia, una inicial búsqueda de arraigo e identidad.
Una breve pero pertinente reflexión: Garcilaso tiene en estos momentos, como acabamos de ver veintiún años. Y sin embargo carece por completo, hasta donde se sabe, de un proyecto de vida. No se prepara para militar, ni para sacerdote, ni para funcionario, ni para escritor. Así, sin una perspectiva ocupacional definida, por así decirlo, llega a la metrópoli donde de inmediato inicia acciones para lograr, si no un proyecto global que dé sentido a su existencia, al menos un objetivo concreto que lo ocupará en estos primeros tiempos: «el reconocimiento oficial por el capitán Garcilaso América y las mercedes que por ello y por la sangre imperial de su madre consideraba que le corresponderían»3. En estos ajetreos cortesanos pasó Garcilaso un buen tiempo, hasta mediados de 1563, pero finalmente el resultado le fue doblemente adverso. Nada obtuvo de lo que esperaba y lo más grave y doloroso: la razón de la negativa fue la presunta traición de su padre a la Corona por su amistad con Gonzalo Pizarro, el gran rebelde de la primera hora. Así, pues, tras la frustración de sus expectativas, un duro golpe moral similar en su efecto, seguramente, al que recibió con los matrimonios de sus padres. Pero en este caso, sí hay una doble consecuencia visible: un acercamiento a la figura del padre y el propósito de reivindicarlo que se manifestarán casi de inmediato.
Sabemos ya que Gómez Suárez de Figueroa era el nombre que hasta entonces usaba el Inca. De pronto, en sólo cinco días, dos reveladores cambios de nombre. En noviembre 17 de 1563, en una partida, figura como Gómez Suárez de la Vega; y, el 22 del mismo mes, en otro documento, aparece como Garcilaso de la Vega. Se trata sin duda de una especie de deseo de hallar la identidad propia en la imagen del padre cuyo primer síntoma es tal vez la determinación de viajar a España, patria de su progenitor y dejar el Cusco, tierra de la madre. Pero este año 1563, es pródigo en acontecimientos significativos. Meses antes del sorprendente pero sintomático cambio de nombre, Garcilaso pidió y obtuvo permiso para volver al Perú. No obstante no hizo uso de la autorización, ni mencionó nunca el hecho. ¿Por qué quiso volver? Tal vez por el fracaso de sus gestiones ante la Corte y el maltrato del nombre de su padre. ¿Por qué cambió de opinión? Algunos piensan en que la razón está en que Lope García de Castro, el enemigo de su padre y causante del fracaso de sus pretensiones, iba a gobernar el virreinato peruano. Puede ser igualmente que el deseo de limpiar el nombre de su padre o alguna intuición (entrevió quizá que su destino estaba en España) lo retuvieron allá. Lo cierto es que se instala en Montilla, cerca de Córdoba, al lado de su tío Alonso de Vargas que lo había acogido con afecto desde su llegada a Europa.
A fines de la década (1569), Garcilaso se decide por lo que sí puede aparentemente considerarse un proyecto de vida: se hace militar y participa en las guerras de las Alpujarras contra los moros rebeldes. Detrás de esta decisión está seguramente de nuevo la figura paterna: quiere, de seguro, ser un gran militar como lo fue el Capitán. Y al parecer cumple con brillo su tarea ya que obtiene el grado de capitán precisamente y varias menciones honrosas. Sin embargo su permanencia en las milicias reales fue muy breve, menos de un año. Nueva interrogante: ¿por qué dejó la carrera que iniciaba tan auspiciosamente? Lo más probable, pienso, es que tomó conciencia de que ese no era su camino, aunque se especula también, con cierta base, que pudo haber cierta dosis de desasosiego que nacía de comprender que estaba reprimiendo a un pueblo tal como antaño los conquistadores lo habían hecho con el pueblo quechua. Nada hay seguro, salvo la constatación objetiva: Garcilaso, ya con treintiún años, no tiene todavía un camino trazado.
Pero es necesario volver un poco atrás a un período envuelto en el misterio: entre el fracaso de las gestiones ante la Corte y su instalación en Montilla, después del corto paréntesis guerrero, han transcurrido más de seis años de los que nada se sabe. Miró Quesada piensa que pudo haberlos pasado en Sevilla donde se habría despertado su interés por el estudio, aprende el italiano y habría -tal vez- empezado a vislumbrar su definitiva ruta. No hay pruebas de ello a pesar de la verosimilitud de la hipótesis. En cambio consta que instalado ya, y por largo tiempo en Montilla, recibe la noticia de la muerte de su madre (noviembre de 1571). Poco antes (1570), ha muerto su tío y protector Alonso de Vargas dejándole una herencia no demasiado cuantiosa a la que tiene acceso sólo en 1587. Entre 1570 y 1587 transcurren años difíciles, económicamente, para el indiano Garcilaso. A ellos se refiere seguramente cuando en un texto célebre, que veremos después, habla de los «rincones de la soledad y la pobreza».
Llegamos así al momento central de la vida de Garcilaso: el Inca decide ser escritor. Lo más probable es que no haya sido una determinación radical tomada en un solo instante, sino más bien un proceso relativamente largo que se inicia, seguramente, luego de su fracaso cortesano, toma nueva fuerza cuando abandona el ejército, y se desarrolla cada vez más vigoroso y absorbente en los años setenta y ochenta del siglo XVI: en 1586 tiene lista su obra primeriza, la traducción de los Diálogos de Amor de León Hebreo o Judah Abarbanel, ya que el 19 de enero firma la primera dedicatoria aunque el libro se publicará sólo en 1590. Garcilaso ha tenido que esperar a la edad madura (entre los cuarenta y los cincuenta años) para descubrir finalmente su verdadera vocación. Pero a partir de ahora se dedicará sólo a ella: a leer, investigar, recordar, meditar para escribir. Comprende Garcilaso, un poco tarde pero todavía a tiempo, que únicamente por medio del trabajo de la escritura logrará dar a su vida el sentido que hasta entonces había buscado infructuosamente por erradas sendas. Pero hay más: desde estos iniciales años de su carrera de escritor, Garcilaso sabe que su obra central tendrá que ver con el Imperio Incaico de modo tal que observando diacrónicamente los últimos treinta decisivos años de su vida y su tarea, cabe suponer que todo lo que hizo entonces, incluyendo las obras previas, fue como una preparación directa o indirecta para los Comentarios Reales, que se ven así como la culminación y el pináculo de todo un proceso. En la mencionada primera dedicatoria de los «Diálogos» a Felipe II (1586), expresa con claridad sus propósitos: «Y con el mismo favor pretendo pasar adelante a tratar sumariamente de la conquista de mi tierra, alargándome más en las costumbres, ritos y ceremonias de ellas y en sus antiguallas, las cuales, como propio hijo, podré decir mejor que otro que no lo sea». Y hay otros testimonios coincidentes acerca de la antigüedad y el carácter prioritario del proyecto que, desarrollado, iba a llevar como título Comentarios Reales de los Incas.
Veamos ahora otra cara del mismo acontecimiento: su decisión de escribir. Cuando la pone en práctica con la traducción y publicación de Diálogos de Amor, la brújula intelectual y afectiva de Garcilaso vuelve a apuntar al Cusco, a la tierra peruana, a la familia quechua, al pasado incaico. La evidencia es incontrastable y aparece en las dedicatorias previas y en la definitiva, pero sobre todo en el título mismo de la obra con que inaugura su carrera de escritor. Leamos: «La traducción del Indio de los tres Diálogos de Amor de León Hebreo, hecha de italiano en español por Garcilaso Inga de la Vega, natural de la gran ciudad del Cuzco, Cabeza de los Reinos y Provincias del Perú». En pocas pero importantísimas frases como que son el título de la obra, Garcilaso en dos ocasiones proclama orgullosamente su condición de indio y de Inca («traducción hecha por el indio [...] Garcilaso Inca de la Vega...») y el haber nacido en el Cusco. Repárese en que Garcilaso no era indio sino mestizo y, sin embargo, como queriendo afirmar su sangre quechua y el lado andino de su ser, lo dice y lo reitera, en una trascendente ocasión para él: es el primer libro que escribe y publica y es además -como lo hace notar- el primer libro que un indiano edita en España. Testimonios todos muy reveladores sin duda de cómo, a la distancia, el nostálgico recuerdo, su raigambre quechua, ganan terreno y se colocan como eje de su autodefinición, como clave de su identidad.
Cuando quince años más tarde, en 1605, publique Garcilaso su segunda obra, la situación habrá cambiado en algo esencial. Leamos como en el caso anterior el título que siempre dice mucho del escritor cusqueño: «La Florida del Inca / Historia del Adelantado Hernando de Soto, Gobernador y Capitán General del Reino de la Florida y de otros heroicos caballeros Españoles de Indios; escrita por el Inca Garcilaso de la Vega, capitán de Su Majestad, natural de la gran ciudad del Cuzco, cabeza de los Reinos y Provincias del Perú». ¿Cuál es el cambio? Garcilaso reitera en esta ocasión su condición de Inca ( La Florida del Inca..., Inca Garcilaso de la Vega), insiste en que ha nacido en la gran ciudad del Cusco, pero dice, insólitamente para entonces, que hablará de caballeros no sólo españoles sino también indios. Es decir, más evidente no puede estar su voluntad de demostrar su arraigo andino. Pero, y acá está la novedad: añade «Capitán de su Majestad», con lo que demuestra su deseo de presentar ahora una imagen personal bipartita y equilibrada: Inca pero también capitán del ejército español. Se hace justicia así a las dos vertientes de su identidad. Y la fórmula se repetirá al aparecer en 1609 la primera parte de Los Comentarios Reales: Escritos por el Inca Garcilaso de la Vega, natural del Cuzco y Capitán de su Majestad. No cabe duda, Garcilaso en la cima de su edad y de su obra ha tomado clara y orgullosa conciencia de su condición de mestizo como lo dirá en un texto famoso de los Comentarios: «A los hijos de español y de india o de indio y española nos llaman mestizos por decir que somos mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en indias y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su propia significación me lo llamo yo a boca llena y me honro con él. Aunque en Indias si a uno le dicen sois un mestizo o es un mestizo lo toman por menosprecio» (Libro IX, capítulo 31). Sintomáticamente, en el encabezamiento de la segunda parte de los Comentarios que con el título de Historia General del Perú aparecerá en forma póstuma en 1617, la mención al Cusco ha sido retirada aunque se mantiene el calificativo de Inca. Pero, como se sabe, ni el título principal ni presumiblemente la leyenda complementaria han sido escogidos por Garcilaso sino por sus parientes o editores.
Sin embargo, en la dedicatoria que sí es indiscutiblemente de Garcilaso, aparece un elemento enriquecedor que es la visión del Perú como una patria de rostro plural. Es el texto tantas veces comentado y elogiado, y en el que no puede dejar de percibirse el temblor de la emoción, que dice: «A los indios, mestizos y criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo Imperio del Perú, el Inca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano: salud y felicidad».
Hermosas frases en las que está la mirada hacia el futuro, la promesa de un Perú que es y será de los indios (como su madre), de los mestizos (como él) y de los criollos (hijos de españoles). Estas palabras escritas poco antes de su muerte son como el testamento del Inca, suma y compendio de su mensaje.
Pero así como ha crecido espléndidamente en Garcilaso la conciencia del ser mestizo, se ha desarrollado también, paralelamente, la conciencia de su condición de escritor. Entre muchas evidencias textuales y datos biográficos que así lo demuestran, escogemos un sólo admirable y también conocido texto. Es del proemio a La Florida del Inca en donde luego de explicar la razón de haberla escrito que es el deseo de «que por aquella tierra tan larga y ancha se extienda la religión cristiana», hace una protestación de que no persigue mercedes temporales de las que hace tiempo desconfía y se ha despedido. «Aunque mirándolo desapasionadamente debo agradecerle, muy mucho el haberme tratado mal (la fortuna), porque si de sus bienes y favores hubiera partido largamente conmigo, quizás yo hubiera echado por otros caminos y senderos que me hubieran llevado a peores despeñaderos o me hubieran anegado en ese gran mar de sus olas y tempestades, como casi siempre suele anegar a los que más ha favorecido y levantado en grandezas de este mundo; y con sus disfavores y persecuciones me ha forzado a que habiéndolas yo experimentado, le huyese y me escondiese en el puerto y abrigo de los desengañados, que son los rincones de la soledad y pobreza, donde, consolado y satisfecho con la escasez de mi poca hacienda, paso una vida, gracias al Rey de Reyes y Señor de los Señores, quieta y pacífica, más envidiada de ricos que envidiosa de ellos. En la cual, por no estar ocioso, que cansa más que el trabajar, he dado en otras pretensiones y esperanzas de mayor contento y recreación del ánimo que las de la hacienda, como fue traducir los tres Diálogos de Amor de León Hebreo, y habiéndolos sacado a la luz, di en escribir esta historia, y con el mismo deleite quedo fabricando, forjando y limando la del Perú, del origen de los reyes incas, sus antiguallas, idolatrías y conquistas, sus leyes y el orden de su gobierno, en paz y en guerra. En todo lo cual, mediante el favor divino, voy casi al fin...».
Estamos, como se ve, ante un texto de extraordinaria riqueza, pero cuyo núcleo de significación está sin duda en la frase: «con el mismo deleite quedo fabricando, forjando y limando». Para Garcilaso, entonces, escribir es un gozo grande, algo deleitoso, a lo que se dedica por entero escribiendo, revisando, corrigiendo, buscando la perfección. Este fragmento es como un arte poética del Inca que antes, aunque bendiciendo la pobreza, no deja muy sesgadamente de dejar constancia del maltrato recibido de la Corona, a la vez que hace una alabanza de la vida austera y retirada. El énfasis sin embargo está puesto en la confesión de su vocación, del gusto por escribir y de cómo asume con disciplina y orden su destino de creador.
Antes de dejar este texto añadamos que luego de lo transcrito, Garcilaso dice refiriéndose precisamente a sus labores de escritor: «Y aunque son trabajos, y no pequeños, por pretender y atinar yo a otro fin mejor, los tengo en más que las mercedes que mi fortuna pudiera haberme hecho cuando me hubiera sido muy próspera y favorable...». ¿Cuál es ese otro «fin mejor» al que pretende y atina? Aunque no haya claridad total en la frase, tengo para mí que Garcilaso está pensando en el sentido cabal que sus obras otorgarán a su existencia así como en que a través de ellas logrará junto a la gloria personal la salvación, por la memoria y la palabra, del Imperio de los Incas que ya no existía en la realidad pero que cobrará nueva existencia en las páginas de sus obras principales.
De los últimos años de la vida del Inca, debe recordarse su traslado definitivo a Córdoba en 1591, el nacimiento por esos años de su hijo natural Diego de Vargas, su decisión de hacerse eclesiástico (pero de órdenes menores) tomada a fines del siglo. Y naturalmente la publicación de La Florida (1605) y de la primera parte de los Comentarios Reales (1609) y la redacción de la segunda parte que termina en 1613.
Garcilaso muere el 23 (o 22) de abril de 1616, a los setenta y siete años de edad.
La obra
Aunque hemos adelantado una serie de conceptos y apreciaciones acerca de los escritos del Inca Garcilaso de la Vega, en las páginas que siguen procederemos a una muy sumaria revisión de ellos.
La traducción de los Diálogos de Amor de León Hebreo o Judah Abarbanel, judío-portugués residente en Italia que gozaba de amplio prestigio en su época, es el primer libro de Garcilaso. Aparece en 1590 aunque -como se ha visto- venía trabajando desde varios años antes en el proyecto. Extraño caso el de Garcilaso que quiere iniciar su carrera en un medio como el español, poblado de buenos escritores, con un trabajo particularmente difícil: la traducción del italiano de un texto filosófico-literario, expresión de las ideas neoplatónicas, tarea que, de otro lado, se presenta como un reto complicado porque existían ya dos recientes traducciones al castellano de la misma obra (1568 y 1584). Habrá que suponer que el Inca, como Amarilis su compatriota y gran poeta, nunca tuvo «por dichoso estado amar bienes posibles, sino aquellos que son más imposibles». Sea como fuere, Garcilaso lleva a buen término su trabajo de traductor (lo que supone un excelente conocimiento del italiano que no se sabe cómo adquirió). Y la obra circuló, fue bien recibida en España y marca la incorporación del Inca al circuito de la cultura ilustrada española.
Aurelio Miró Quesada, una de las primeras autoridades en cuanto a Garcilaso se refiere, cree que: «El propio hecho de acometer la traducción revela, por tanto, que el Inca Garcilaso de la Vega quería rendir un homenaje al espíritu de orden y armonía tan expresivo del Renacimiento... El hecho de interesarse por el libro, de complacerse en los diálogos sutiles y la minuciosa discriminación intelectual de León Hebreo y la prueba objetiva de haber dedicado largos años y penosos esfuerzos a una traducción que espontáneamente se había impuesto, revelan que el Inca Garcilaso no obedeció a un capricho ni atendió a algún pedido interesado, sino que encontraba que ése era el mejor modo de sacar a la luz una correspondencia íntima y una esencial afinidad con la orientación espiritual que tan hermosamente desarrollaba León Hebreo. Equilibrio de fondo y de forma; unión de la espada y de la pluma (o de las armas y las letras); reiterada persecución de un ideal de orden y concierto, que representaba dentro del mundo intelectual la noble tendencia a vincular e integrar lo disímil, como desde el punto de vista de la raza reconocía que en él se enlazaban las dos prendas: la de la sangre indígena y la sangre española». («Porque de ambas naciones tengo prendas», escribía precisamente en su segunda dedicatoria a Felipe II)4.
Así, pues, bajo el palio prestigioso de la cultura renacentista inaugura nuestro mestizo su historia de escritor. Y tal presencia seguirá manteniendo su influjo hasta el final de su obra lo que ha hecho que algunos perciban cierto anacronismo en el estilo garcilasino, ya que era más bien el barroco la forma dominante que en general estaba desplazando ideas y formas del Renacimiento por estos años.
La segunda obra de Garcilaso nunca llegó a la imprenta. Es la Relación de la descendencia del famoso García Pérez de Vargas con algunos pasos de historia dignos de memoria. Se trata de un texto breve que estaba destinado a ser la parte inicial de La Florida del Inca pero que -cambiando de idea en algún momento- lo separó de aquélla y lo fechó en Córdoba el 5 de mayo de 1596. Es un escrito de carácter genealógico centrado en el personaje del título que era un ilustre antecesor suyo. Se percibe una insistencia en demostrar el brillo de su linaje, tal vez como un modo de reivindicar el nombre del padre acusado, como dijimos, de traidor a la Corona y de demostrar su propia ilustre prosapia. No falta una reveladora mención a su antepasado el famoso poeta Garcilaso de la Vega, «espejo de caballeros y poetas, aquel que gastó su vida tan heroicamente como todo el mundo sabe, y como él mismo lo dice en sus obras: tomando ora la espada, ora la pluma» en la que puede verse una alusión a su propia vida: antes soldado, ahora escritor. Tampoco falta en medio de esta abrumadora enumeración y loa de tanto distinguido familiar hispano, la afirmación ya conocida aunque dicha de otro modo: «Por ser yo indio antártico», que pone en claro su otro entronque familiar, quechua.
Sin embargo, no cabe duda que la parte más significativa de la obra de Garcilaso de la Vega está constituida por La Florida del Inca (1605) y los Comentarios Reales, primera parte 1609 y segunda parte (o Historia General del Perú) en 1617.
Varias razones se dan para explicar que Garcilaso asumiese la difícil tarea de presentar la expedición de Hernando de Soto a la Florida, a pesar de que ni él ni su padre tuvieron ninguna conexión con la empresa, ni existía tampoco vinculación alguna con el Perú. La primera, «el deseo de que por aquella tierra tan larga y ancha se extienda la religión cristiana»; la segunda, su amistad con un veterano de la campaña de la Florida, Gonzalo Silvestre, quien le contó innumerables sucesos acaecidos durante el descubrimiento y conquista de esa región de América del Norte que llevaron al Inca a la decisión de escribirlos. Pero oigamos mejor al autor: «Conversando mucho tiempo y en diversos lugares con un caballero, grande amigo mío, que se halló en esta jornada, y oyéndole muchas y muy grandes hazañas que en ella hicieron así españoles como indios, me pareció cosa indigna y de mucha lastima que obras tan heroicas que en el mundo han pasado quedasen en perfecto olvido. Por lo cual, viéndome obligado de ambas naciones, porque soy hijo de un español y de una india, importuné muchas veces a aquel caballero escribiésemos esta historia, sirviéndole yo de escribiente...» (Proemio al lector). Y así es en efecto: Gonzalo Silvestre proporcionaba la materia prima y el Inca la transformaba en obra de arte y a tal extremo se compromete Garcilaso en esta tarea que cuando muere el viejo soldado, busca de inmediato otros dos informantes para poder concluir su obra: Alonso de Carmona y Juan Coles.
Sin pretender cuestionar, naturalmente, lo dicho por Garcilaso tengo la impresión que al lado de las razones esgrimidas funciona otra no dicha pero quizás de más peso. La Florida del Inca (es decir, escrita por un indio, por un Inca) pareciera estar compuesta para proclamar la igualdad esencial de las dos razas, que son las suyas: la india y la española. Lo señala discretamente en el título: «y de otros heroicos caballeros españoles e indios»; y lo dice de modo más amplio en el Proemio: «[...] escribir todo lo que en esta jornada sucedió, desde el principio de ella hasta su fin, para honra y fama de la nación española que tan grandes cosas ha hecho en el Nuevo Mundo, y no menos de los indios que en la historia se mostraren y parecieron dignos del mismo honor». Para Garcilaso, pues, no hay diferencia: existen caballeros españoles y existen caballeros indios y unos y otros pueden ser sujetos de actos o empresas heroicas. Audaz afirmación para la época que Garcilaso no la plantea como una tesis a demostrar, sino directamente con la frase ya apuntada y con el relato que hace de los hechos de ambas estirpes.
Desde otro punto de vista, ha de recordarse que desde antiguo se ha elogiado la extraordinaria calidad de la prosa de La Florida y también la existencia de partes que parecen ser narración literaria. Y es que en el concepto de la historia a que adhiere el Inca, el relato propiamente histórico no se contradecía con la belleza literaria del lenguaje. Recurramos una vez más a Aurelio Miró Quesada: «La historia tenía de tal modo un carácter complejo de narración de la verdad, de relato hecho con un propósito moral preconcebido, de enseñanza útil para actuar en la vida; y, desde el punto de vista de la forma, de obra artística escrita con nobleza y elegancia, animada con descripciones, apasionada por intrigas dramáticas, y con el adorno elocuente y persuasivo de las arengas y de las epístolas»5. Y el mismo autor precisa más adelante que en La Florida se dan escenas de novela bizantina, narraciones al estilo de la novela italiana, y el desarrollo de una acción llena de aventuras y de idealizaciones que recuerdan a las novelas de caballería.
La Florida, primera gran obra de Garcilaso de la Vega es, pues, un texto complejo en el que se dan la mano la historia, los propósitos religiosos y patrióticos, planteamientos acerca de los indios, relatos novelescos, volcado todo ello en la prosa armoniosa, elegante, bien trabajada (una de las mejores de la Colonia hispanoamericana) de quien además en ningún momento olvida su condición de mestizo indiano incursionando en el ámbito intelectual de España.
En cuanto a los Comentarios Reales, sabido es que la primera parte, la más importante, está dedicada a tratar «del origen de los Incas Reyes que fueron del Perú, de su idolatría, leyes y gobierno en paz y en guerra: de sus vidas y conquistas y de todo lo que fue aquel Imperio y su república antes que los españoles pasaran a él» (como dice el largo título del libro aparecido en 1609). La segunda parte que se publica en forma póstuma en 1617, lleva el título, que no es del Inca, de Historia General del Perú y trata de «el descubrimiento del Perú y como lo ganaron los Españoles. Las guerras civiles que hubo entre Pizarros y Almagros, sobre la partija de la tierra. Castigo y levantamiento de tiranías: y otros sucesos particulares que en la Historia se contienen». Esta bipartición temática es una forma más que imagina el Inca para rendir honor a la sangre materna y a la paterna.
En relación a los Comentarios Reales y particularmente a su primera parte, existe uno de los más abundantes corpus críticos en toda la trayectoria de la historia y de la literatura peruana. Y dentro de él una de las líneas más trabajadas es aquélla que se plantea la cuestión de la veracidad de la versión que el Inca ofrece del Tawantinsuyo. Desde la teoría de la idealización de la historia planteada por Riva-Agüero hasta la crítica radical que iniciara hace tiempo el argentino Roberto Levillier por un lado y la aceptación en general de la versión garcilasista por otro, se escalonan decenas de posiciones intermedias más o menos originales. Aunque nuestro enfoque no es el histórico, nos identificamos con lo que César Pacheco Vélez denomina la «verdad esencial» de los Comentarios. Dice que tiene dos apuntes que hacer: «El primero se refiere a la verdad esencial de su testimonio, tejido entre abundantes y hermosísimos aciertos expresivos... Esa verdad esencial tiene tanto o más que ver con la poesía aristotélica, con la reminiscencia platónica, con la ejemplaridad ciceroniana, que con la fría reconstrucción arqueológica. Es decir, para afirmarlo con la formulación más actual y vigente, importan menos la ingenua repetición del esquema idílico que Garcilaso emplea para reseñar las conquistas incaicas, sus errores cronológicos, su exagerado providencialismo y el uniformismo y universalismo renacentista que subyacen en su presentación de la religión incaica, si lo que en efecto podemos encontrar en las páginas de los Comentarios Reales es la intuición originaria y la enunciación fundadora del primer proyecto nacional peruano; la misión permanente que ellas han cumplido, a través de varios siglos, de iluminar la conciencia del Perú»6.
Dicho de otro modo: los errores, lagunas o limitaciones de la visión garcilasista del Incario no alcanzan a opacar su mérito principal desde el punto de vista histórico: haber logrado la hazaña de preservar mediante un esfuerzo conjunto de la memoria, el amor, la indagación y el poder verbal, la imagen del Imperio Incaico en lo esencial, en las líneas maestras de su visión del mundo (de su mentalidad) y en las peculiaridades de su psicología colectiva. Gran memorioso, el Inca se ha hundido en sus recuerdos de infancia y juventud; y cuando ello no ha sido suficiente ha recurrido a las cartas y a la lectura para redondear su proeza que él considera absolutamente válida porque tiene a su favor algo que lo pone en ventaja sobre la gran mayoría de cronistas e historiadores de su época: el ser quechua hablante nativo ya que la lengua es la clave que le permite ingresar con seguridad en la historia y el espíritu de su pueblo.
Debe recordarse además el carácter totalizador, enciclopédico que ostenta la presentación que Garcilaso hace del pueblo quechua en los nueve libros de la primera parte de los Comentarios. Puede recordarse al efecto la referencia que hace Miró Quesada a una reveladora estadística temática de esta primera parte. Se indica allí en efecto que de los 262 capítulos, 58 se ocupan de economía, 38 de religión, 17 de política, 14 de organización social, 10 de arte, 7 de educación, 6 de ciencias, 4 de mito, 3 de derecho, 3 de lenguaje, 2 de técnica, 2 de magia, 1 de moral y 1 de filosofía7. Y este inmenso material no se presenta ordenado por temas como en la estadística que acabamos de ver, sino deliberadamente entremezclado, en aparente desorden, para «que la historia no canse tanto» precisa el Inca quien, en otra parte, explica también su método:
«Dicho ésta y otras algunas (leyes) seguiremos la conquista que cada Rey hizo, y entre sus hazañas y vida iremos entremetiendo otras leyes y muchas de sus costumbres, maneras de sacrificios, los templos del Sol, las casas de las vírgenes, sus fiestas mayores, el armar caballeros, el servicio de su casa, la grandeza de su corte, para que con la variedad de los cuentos no canse tanto la lección». Buenos ejemplos de que en Garcilaso había lo que modernamente se llamaría voluntad de estilo, conciencia de la necesidad de una metodología o una técnica para manejar un tan grande cúmulo de información como el que tenía en sus manos. Y estos últimos apuntes nos llevan directamente al tema central de nuestro planteamiento: Garcilaso no era un simple informador o un historiador en sentido restrictivo, sino un creador en el más cabal significado de la palabra, como lo sostiene la investigación actual.
En efecto (aunque hay valiosos precedentes), es sólo en tiempos recientes que ha tomado fuerza y se ha desarrollado la tendencia crítica que lleva a considerar la obra de Garcilaso, en general (pero de modo particular los Comentarios Reales), como una obra de creación. No es el momento, por falta de espacio, de hacer un escrutinio detallado de esta nueva crítica garcilasista por lo que, para exponer, de modo más sucinto y adecuado sus resultados tomaremos como guía principal a uno de sus más destacados representantes, Enrique Pupo Walker8, con eventuales llamadas a otros investigadores.
La tesis de Pupo Walker parte de la necesidad de esclarecer de modo previo (si se desea analizar los Comentarios como obra de creación) la posición de Garcilaso ante su texto, es decir, lo que se suele llamar la situación del narrador. Y en este sentido es fácil comprobar que el Inca no consideró su obra como «una simple tarea informativa» lo que se evidencia por «la presión emotiva y el personalismo que condicionan sectores muy amplios del texto». Pero -y esto es un hito fundamental- «esa composición individualizada de su escritura remite fundamentalmente a la proyección autobiográfica de su texto». Muchos han señalado este elemento antes, pero ninguno, afirma Pupo Walker, ha visto con suficiente claridad que «la perspectiva autobiográfica que Garcilaso impone al texto es -como punto de vista narrativo- la jerarquía selectiva que condiciona el diseño estructural de la narración».
Pupo Walker recuerda en su interpretación otro dato de importancia: que Garcilaso «redactó los Comentarios en la vejez, con la memoria henchida de reminiscencias nostálgicas y cuando sentía, tal vez más que nunca, la pesadumbre de sus fracasos y su soledad. Compuesta la obra en esas circunstancias, no debe sorprendernos hoy el personalismo de su escritura ni la frecuencia con que los acontecimientos de la historia derivan en evocaciones íntimas e idealizadas del pasado». Una nueva dimensión de esta relación deriva del hecho que Garcilaso tenía conciencia de la ignorancia (o peor aún de los gruesos errores) que dominaban en Europa acerca del Perú y de su historia que él la sentía como propia, lo que lo lleva a la acción escrita vista como un rescate de la verdad.
Llegamos así al núcleo de la tesis de Pupo Walker: «Ante esa realidad Garcilaso contempló su obra como el instrumento que le permitía afirmar la solvencia histórica de su persona. De ese modo, los Comentarios Reales proporcionaban al Inca el vehículo que le permitía incorporarse de una vez a la historia desde su escritura. Según esta perspectiva, el texto es el proyecto de su autorrealización, que era indispensable para un hombre que fue a un mismo tiempo mestizo, bastardo, descendiente de reyes desconocidos y miembro de una de las familias más ilustres de Castilla. Es natural entonces, que esa posición conflictiva y ambigua de su persona inevitablemente le impulsara a la creación de una obra que definiría, entre otras cosas, su situación social y humana»9.
Se trata en alguna medida, como se ve, de lo que había anticipado ya otro eminente garcilasista, José Durand: «Para él la historia es una apasionada contemplación del destino de su pueblo, del de su misma sangre india y española, del suyo individual. Hasta que llega un momento en que la historia se nos ha convertido en autobiografía... Todo hace pensar que el Inca se fue convirtiendo en historiador movido por la íntima necesidad de hacer un poco de luz sobre su propia vida»10. Y también de lo que muy recientemente otro garcilasista de las últimas promociones, Nicolás Wey-Gómez, ha expuesto sobre la necesidad en el caso de Garcilaso y los Comentarios Reales, de precisar con la mayor pulcritud, quién es el sujeto del enunciado postulando en este sentido que Garcilaso asigna a su persona escritural y a su discurso funciones muy distintas: «amplificación (comentario), y clarificación (interpretación) de las historias que sobre el Perú se han escrito, porque el haber nacido en esta nación idólatra, es decir el ser testigo (¿cómplice?), le da autoridad suficiente para protestar lo que sobre ella se haya escrito y porque al autorizar su discurso sobre las cosas grandes... Con los mismos historiadores españoles, estará diciendo la verdad y será historiador como ellos, y por lo tanto estará sirviendo a España y a Dios»11.
En suma, recurriendo a la fórmula que hemos usado antes, Garcilaso trata de dar pleno sentido a su vida por medio de su obra. La escritura justificando una existencia, dándole valor y significado.
A todo lo dicho hay que agregar todavía (y esto también es esencial) la dimensión propiamente imaginativa (literaria en sentido estricto) del relato de los Comentarios Reales en el que se produce un «desplazamiento del discurso expositivo que tiende a incorporar la creación imaginaria» -como dice Pupo Walker-, aunque más que desplazamiento podría hablarse de ensanchamiento del cosmos expositivo por la incorporación de elementos de ficción. Esto se da mediante el viejo recurso de las narraciones interpoladas y mediante otras novedosas formas que el Inca utiliza especialmente al combinar la línea expositiva con la narrativa. Pero de una u otra forma no debiera quedar ninguna duda acerca de que el Inca Garcilaso tuvo una clara vocación de narrador literario que puso de manifiesto desde el comienzo de su tarea y que llega a su mejor expresión en los Comentarios Reales que es, a la vez, de singular manera, texto de historia y texto literario. Y este discurso mixto (que en verdad es plural porque incorpora otras líneas de escritura de menor relieve) fue concebido, diseñado y escrito por Garcilaso Inca de la Vega, «forzado del amor natural de la Patria». Estamos entonces -no debe olvidarse nunca- ante una obra de amor cuyo autor por eso mismo no escatima ni tiempo ni trabajo (el amor no conoce el desaliento ni la desesperanza) para lograrla del mejor modo posible. Y habiéndola hecho murió casi con la pluma en la mano.
Cerremos este capítulo con un acertado texto de Aurelio Miró Quesada: «Con la obra del Inca Garcilaso nace en realidad la literatura peruana, si se la entiende no como la continuidad de las creaciones orales indígenas, ni el eco ultramarino de las letras de España, sino como un modo particular de pensar y de sentir y de expresarlo en forma escrita. A un tiempo indio y español, incorporado como hombre de su tiempo a los usos literarios de España y a los marcos mentales de Europa, afloran en sus páginas la atracción de su tierra peruana y la nostalgia del Imperio perdido. Es una nueva visión mestiza, como mestizo es el nombre del Perú y mestizo es él mismo, y por serlo se llama así a 'boca llena' y se honra con ello»12.

Antonio Cornejo Polar

El discurso de la armonía imposible: (El Inca Garcilaso de la Vega: discurso y recepción social)


He reducido toda la introducción de esta ponencia a una sola frase, que quienes me han sufrido antes podrán preverla sin dificultad: no se puede insistir en considerar la literatura latinoamericana como un sistema compacto y coherente y su historia como un proceso unilineal y cancelatorio, cuando -en realidad- de lo que se trata es de entender las rupturas de su radical y entreverada heterogeneidad y los varios tiempos que desacompasadamente entretejen su historia. Desde esta perspectiva, y por razones que no escapan a nadie, hemos venido prefiriendo estudiar aquellos discursos que obviamente se instalan en la heterogeneidad, la revelan y la producen en su propia constitución y en el modo como social y culturalmente se realizan. En esta ocasión, sin embargo, me interesa indagar en lo que de alguna manera es su reverso: en el funcionamiento de lo que pudiera denominarse el discurso de la armonía imposible; esto es, aquél que pretende configurarse como afirmación y producción de la homogeneidad pero delata, en el mismo acto, la impracticabilidad de tal proyecto. Como en otras oportunidades, mi referencia es la literatura andina (en esta ocasión sólo algunos aspectos del discurso garcilacista y de su recepción) pero asumo que las reflexiones que siguen pueden extenderse a una parte considerable de la literatura latinoamericana.
- I -
Permítanme comenzar con el análisis de un breve texto de Garcilaso. Es el siguiente:
El año de mil y quinientos y cincuenta y seis, se halló en un resquicio de una mina, de las de Callahuaya, una piedra de las que se crían con el metal [...] toda ella estaba agujereada de unos agujeros chicos y grandes que la pasaban de un cabo a otro. Por todos ellos asomaban puntas de oro como si le hubieran echado oro derretido por cima. Unas puntas salían fuera de la piedra, otras emparejaban con ella, otras quedaban más adentro. Decían los que entendían de minas que si no la sacaran de donde estaba, que por tiempo viniera a convertirse toda la piedra en oro. En el Cuzco la miraban los españoles por cosa maravillosa; los indios la llamaban huaca, que, como en otra parte dijimos entre otras muchas significaciones que este nombre tiene, una es decir admirable cosa, digna de admiración por ser linda, como también significa cosa abominable por ser fea; yo la miraba con los unos y con los otros. El dueño de la piedra, que era hombre rico determinó venirse a España y traerla como estaba para presentarla al Rey [...] Supe en España que la nao se había perdido, con otra mucha riqueza que traía1.

Aunque marginal, este fragmento expresa lo que es esencial en toda la obra de Garcilaso: su tenaz y hasta agónico esfuerzo por hacer valer la doble autoridad que le confiere su condición de mestizo y por asegurar que ésta es el signo mayor de una síntesis armónica, conciliante y englobadora, trasmutando a tal efecto lo que es heterogéneo y hasta beligerante en homogeneidad tersa y sin fisuras. Por esto, muy dentro de su estilo, Garcilaso deja constancia en el texto de cómo ven esa extraña piedra los españoles («la miraban [...] por cosa de maravilla») y cómo los indios («la llamaban huaca [...] admirable cosa»), para en seguida generar una sutil traducción subterránea e intermediada: después de todo, en este contexto, la huaca de los indios es exactamente lo mismo que la «cosa de maravilla» de los españoles, con lo que ambas visiones se confunden en un solo sentido: cosa de maravilla -huaca- admirable cosa, todo dentro de la siempre deseada armonía de lo doble que en el fondo y en verdad es único -aunque el costo de esta operación, si bien se mira, sea el vaciamiento semántico de la palabra quechua que deviene, pese a conservar su función retórica, en una tan vistosa como inútil bisagra que articula lo mismo con lo mismo. Entonces, como en tantas otras ocasiones, el discurso garcilacista deja constancia de lo indio y lo español pero inmediatamente insume a ambos, desconflictivizando su mutua alteridad, en una complaciente categoría totalizadora. En cierto sentido la producción verbal de la sinonimia disuelve la dualidad de las miradas que están en su origen.
Sintomáticamente, Garcilaso quiere dar su propio testimonio y señala que «yo la miraba con los unos y con los otros». ¿Por qué, si huaca y «cosa de maravilla» son sinónimos, el Inca hace explícita la duplicidad de su mirada? Inclusive si «mirar con» se interpretara simplemente como «mirar en compañía de», y si tal anotación no fuera más que otro signo del deseo de expresar su doble filiación y de otorgar voz a uno y otro ancestro, la urgencia de hacer esta precisión seguiría siendo insólita. Imagino que lo que sucede es que su traducción triangular resulta insatisfactoria al mismo Garcilaso2 y que se siente oscuramente impulsado a insinuar, siquiera elípticamente, que en realidad la piedra es mirada de distinta manera, porque les dice distintas cosas, por indios y españoles. Todo indica que la frustración proviene de que en este fragmento, pero no en otros, en los que más bien insiste con énfasis en tal materia, Garcilaso ha borrado con esmero el significado sagrado de huaca. De haberlo hecho claro, «cosa de maravilla» y «admirable cosa» hubieran obturado su sinonimia: la maravilla remite a los inescrutables caprichos de la naturaleza, que atraían tanto a los letrados renacentistas cuanto a los bastos conquistadores de ánimo todavía medieval, mientras que la «admirable cosa», la huaca, no puede dejar de referir, como efectivamente sucede en la conciencia indígena, al asombroso misterio de la presencia divina en ciertos espacios sagrados del mundo. De este modo la convergencia homogeneizante que cuidadosamente se teje en el discurso explícito, como discurso de la armonía, se deshila en el subyacente, apenas implícito, donde lo vario y contradictorio, lo heterogéneo, reinstala su turbadora y amenazante hegemonía.
Añado, aunque el fragmento incita a más, un último comentario. Recuérdese que Garcilaso anota que «decían los que entendían de minas que si no lo sacaran de donde estaba, que por tiempo viniera a convertirse toda la piedra en oro», frase que tiene que leerse en relación con la que inicia el capítulo: «de la riqueza de oro y plata que en el Perú se saca, es buen testigo España», y con el final del relato sobre esta piedra-oro excepcional: su pérdida en el océano. Tal vez no sea demasiado audaz pensar que el texto narra sin proponérselo la historia posible del incario figurada en la piedra-oro que se hubiera vuelto íntegramente áurea si la dejan donde y como estaba, al mismo tiempo que se lamenta -solapada elegía- por la ruptura de un proceso que estaba transitando por espléndidas rutas hacia la edad de oro y por su malhadado fin, perdido precisamente en medio del mar que trajo a los conquistares. Pero además, ¿no subyace en todo este relato la nostalgia por una unidad posible, totalmente áurea, que la historia terminó por destrozar? Frente a esta unidad, esencial e impecable, la imagen de armonía que trabajosamente construye el discurso mestizo del Inca se aprecia más como el doloroso e inútil remedio de una herida nunca curada que como la expresión de un gozoso sincretismo de lo plural. Ahora entendido en términos de violencia y empobrecimiento, casi como mutilación de la completud de un ser que la conquista hizo pedazos, el mestizaje -que es la señal mayor y más alta de la apuesta garcilacista a favor de la armonía de dos mundos- termina por reinstalarse -y precisamente en el discurso que lo ensalza- en su condición equívoca y precaria, densamente ambigua, que no convierte la unión en armonía sino -al revés- en convivencia forzosa, difícil, dolorosa y traumática.
Textos como éste, y hay otros muchísimo más obvios, corroen internamente la conciliación propiciada con esmero por la escritura mestiza del autor de dos estirpes y delatan la inmanejable rispidez de las aporías que el Inca, sin duda, nunca pudo resolver. La reconciliación propiciada por Garcilaso no termina ni en las Indias ni en España; tal vez, como esa piedra-oro que a su manera es también mestiza, naufraga en medio océano que ahoga para siempre la plenitud de la pureza del oro que no fuera más que oro, como símbolo de la identidad sin conflictos, y desde allí, desde su imposibilidad sin atenuantes, genera la trágica nostalgia que el Inca jamás puede ocultar.
- II -
Pero Garcilaso no es sólo su persona, sus textos y la persona que producen sus textos; es, también, la figura social, nunca estable, que suscitan sus lecturas. Quisiera examinar ahora, precisamente, la construcción colectiva de su figura y del sentido que se le otorga. En este caso es bueno recordar que las imágenes con que cada sujeto social construye la comunidad a la que pertenece están hechas de materiales de índole varia y muy dispersa, destacando, entre ellos, los discursos sobre ciertos personajes paradigmáticos cuya memoria funciona como símbolo y como argumento validadores, a veces eficacísimos, de esa imagen de comunidad, casi siempre de comunidad nacional. Uno de ellos, y no solamente para el Perú sino para todo el mundo andino, es Garcilaso.
Lamentablemente la historia de la recepción de los Comentarios está por hacerse. Aunque se conoce algo de su influencia -en grado diverso- en determinados momentos claves de la historia andina: en el «nacionalismo inca» del siglo XVIII, en la gran revolución de Túpac Amaru y durante los años de la emancipación, por ejemplo, todavía queda mucho por precisar en lo que toca a los modos y a la intensidad de su inserción y reelaboración en la conciencia andina. En todo caso, en los momentos referidos, es claro que las obras de Garcilaso alentaron el ánimo reivindicador y hasta subversivo de indios, mestizos y criollos, pero más tarde se forjó otra imagen, la que hasta hoy sigue siendo hegemónica, aunque cada vez más discutida: es la que construyó la conservadora élite intelectual del 900, de manera especial a través de los estudios del más prestigioso de sus miembros, don José de la Riva Agüero. Me referiré exclusivamente a ella.
En 1910, en su tesis sobre La historia en el Perú, pero sobre todo en 1916, en su difundidísimo «Elogio del Inca»3, Riva Agüero diseñó un retrato de Garcilaso cuyos énfasis están puestos, de una parte, en la condición mestiza del personaje; y, de otra, en su carácter emblemático como plasmación temprana pero perfecta de la nacionalidad. Dice Riva Agüero:
Garcilaso [es] la personificación más alta y acabada de la índole literaria del Perú [...] desde su sangre, su carácter y las circunstancias de su vida, hasta la materia de sus escritos, y las dotes de imaginación y el inconfundible estilo con que los embelleció, [todo] concurre a hacerlo representativo perfecto, adecuado símbolo del alma de nuestra tierra.
(p. 6)


Naturalmente esa representatividad le viene, en primer lugar, de su condición mestiza, de un mestizaje una y otra vez aludido, como era de esperarse, en términos de síntesis armónica. Por ejemplo:
Es la adecuada síntesis y el producto necesario de la coexistencia y el concurso de influencias mentales, hereditarias y físicas que determinan la peculiar fisonomía del Perú.
(p. 58)


O más claramente todavía:
Y como las esperanzas, para no ser baldías, han de nacer o sustentarse en los recuerdos, saludemos y veneremos, como feliz augurio, la memoria del gran historiador en cuya personalidad se fundieron amorosamente Incas y Conquistadores, que con soberbio ademán abrió las puertas de nuestra particular literatura y fue el precursor magnífico de nuestra verdadera nacionalidad.
(p. 62, énfasis míos)


En realidad lo que hace Riva Agüero es ejercitar una lectura plana, avalada por una heurística positivista, que recoge con entusiasmo las afirmaciones de Garcilaso que mejor sirven a la indudable vocación armonizante y conciliadora del propio Inca, a la que suma otra lectura de igual índole, pero ésta de la biografía del personaje, al mismo tiempo que no ve, o no quiere ver, las tensiones irresueltas, los conflictos dramáticos y las desgarraduras sin remedio que corroen, desde dentro, la tersura de ese discurso y la placidez de una existencia retirada. Necesaria para imaginar la nación, la homogeneidad se afirma no sólo en la convergencia pacífica y constructiva de las «razas» sino en su fusión amorosa. Casi insensiblemente, la palabra «conquista» pierde sus significados bélicos y se desplaza hacia un campo semántico tan imprevisible como -desde esa perspectiva- necesario: el del erotismo. Nacida del amor y no de la destrucción y la muerte, la patria resulta ser suma y unimismamiento de lo vario y distinto.
Otros han mostrado con perspicacia hasta qué punto son socialmente necesarias estas imágenes de conciliación, sobre todo en los tramos formativos de naciones de raíz y temple entreverados. No me detendré en ello, por consiguiente, pero -en cambie- trataré de revelar las contradicciones implícitas en este otro discurso de la armonía.
Por lo pronto, la representatividad social de Garcilaso-mestizo no deriva de su condición de mestizo común, uno entre peligrosos millones cuando escribe Riva Agüero, sino de su radical excepcionalidad. Se trata, en efecto, de un peculiar mestizaje: no cualquiera, insisto, sino el que asocia a dos ancestros nobiliarios, «vástago -dice Riva-Agüero- de la estirpe imperial [incaica] y de uno de los primeros entre los nuevos e invencibles viracochas» (p. 21). En el texto del «Elogio» hay una abrumadora erudición genealógica sobre la rama paterna de Garcilaso que llega casi al éxtasis cuando tiene que referirse al pariente y protector del Inca, el Marqués de Priego: «Grande de España de primera clase y antigüedad, Señor de Aguilar de la Frontera, jefe y pariente mayor de la ilustre casa de Córdova [familiar del] Marqués Diego Alonso Fernández de Córdova y Suárez de Figueroa, acreditado general, veterano de Argel, San Quintín y Flandes [...] uno de los primeros próceres del Reino». En contraste, aunque por cierto se hace hincapié en la pertenencia de la madre del Inca a la nobleza cusqueña, es obvio que Riva Agüero sitúa en un primer plano la irremediable desigualdad de esa relación. La describe así:
[...] y la pobre niña Isabel Chimpu Ocllo, vástago de una rama menor y arruinada desde Atahualpa, mera sobrina de Huayna Cápac [...] no fue sino la manceba del orgulloso Garcilaso, aunque hay que suponer que la estimara y considerara excepcionalmente.
(p. 9, énfasis míos)


O casi peor:
En los intervalos de sus campañas [el Capitán Garcilaso] tuvo amores en el Cuzco con una joven princesa incaica, la ñusta Isabel Chimpu Ocllo, nieta del antiguo Monarca Túpac Yupanqui, una de las tímidas flores que solazaron a los fieros españoles4.
(p. 9, énfasis míos)


Por cierto, hechas estas aclaraciones, la espléndida imagen de la conquista como acto en que se «fundieron amorosamente Incas y Conquistadores», comienza a ser internamente demolida: por un lado, están los «orgullosos» y «fieros» españoles, por otro, las «pobres» y «tímidas» indias; y -para peor- queda por resolver el hecho de que los padres del Inca nunca se casaron. Riva Agüero intenta todavía preservar la vigencia de su imagen central y se apresura a aclarar que «en el tumultuoso desarreglo de la Conquista, reciente aún el ejemplo de la desenfrenada poligamia de les príncipes autóctonos, el simple concubinato era muy acepto y público, y casi decoroso a los ojos de todos» (p. 10, énfasis mío), pero a la postre, cuando debe referirse al matrimonio del capitán Garcilaso con una mujer de su misma raza, no puede menos que señalar que la madre de Garcilaso «tuvo que ceder el puesto» a la dama española (a la que describe, con su irreprimible obsesión genealógica, como «cuñada del valiente caballero leonés Antonio de Quiñones, que era deudo cercano del antiguo gobernador Vaca de Castro y del linaje de Suero de Quiñones») y define el matrimonio del Capitán, lo que sin duda hubiera enfurecido al Inca, como «proporcionado enlace» (id., p. 19).
De esta manera, la representatividad de Garcilaso sólo funciona si se acepta el mestizaje sobre todo como alianza de estirpes nobiliarias, cuyo esplendor aleja toda compañía indeseable; y si, aún dentro de ese claustro fuertemente enmarcado, se considera su «desproporción» y su irremediable y triple asimetría: hombre, español, conquistador, de un lado, y mujer, india, conquistada, de otro, lo que evidentemente supone que hasta dentro de la armonía, en la amorosa fusión de las razas, el poder no deja de ejercerse y las jerarquías no cesan de reafirmarse. Puesta frente a la contundente realidad, la homogeneidad de la nación apenas sobrevive en los vértices de dos pirámides sociales, una de las cuales -además- se impone sin concesiones sobre la otra. La tierna acepción de «conquista» como amoroso abrazo se desvanece y la otra, la conquista sin más, vuelve a tocar sus tambores de guerra. Para escucharlos no es necesario más que leer el revés del discurso de la armonía.
- III -
Debo terminar. Aunque no hay duda acerca de la estremecida tragicidad de la escritura de Garcilaso, que reproduce el crispamiento de todo acto de autoidentificación personal, social e histórica dentro del contexto de una situación colonial, ni sobre la gruesa manipulación que sufre en la recepción rivagüeriana, que sigue en buena parte vigente pese a la explicitez con que muestra las tretas de los discursos del poder, cabe sin embargo la opción de leerlas dentro de un código mayor, más envolvente, que remite a la necesidad irrefutable de construir imaginaria y discursivamente un espacio sin conflictos, a la vez que, en el mismo acto, revela sus trizamientos insolubles en su propia constitución interna. Lenguaje que dice lo que inclusive como lenguaje niega, el discurso de la armonía imposible corrobora la condición quebrada, heteróclita, beligerantemente contrapuesta de una literatura que sólo podemos conocer y reconocer en sus fisuras y desencuentros, en los erizados bordes que entrañablemente la trozan y articulan en un inacabable movimiento que tal vez sólo podamos entenderlo y vivirlo con plenitud, mientras no cambie nuestro mundo y nuestra historia, en la tensa e incitante precariedad de las encrucijadas.
Antonio Cornejo Polar

Comentarios Reales

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